FENÓMENOS EMERGENTES Y CAMBIO SOCIAL

 

Los fenómenos emergentes hacen referencia a aquellos sistemas cuyas propiedades no son deducibles a partir de las características de sus constituyentes. 

 

A media que el conocimiento avanza, son cada vez más numerosas las situaciones en las que, sabiendo de antemano las leyes que influyen en los elementos de un sistema, no somos, sin embargo, capaces de explicar, a partir de ellas, su comportamiento como conjunto. Es decir, cada vez descubrimos más entornos cuyas propiedades parecen seguir un patrón de carácter gestáltico.[1]

 

Los seres vivos por ejemplo, en toda su complejidad y asombrosa capacidad de adaptación al medio, no son explicables tan sólo con las leyes de la química. Presentan fenómenos como la evolución, la reproducción y la vida misma, que no pueden entenderse sólo en términos de moléculas porque, entre otras cosas, no hay moléculas “vivas”. Igualmente, para comprender la química en su totalidad no basta con las leyes conocidas de la física porque existen manifestaciones químicas que no pueden predecirse ni asimilarse solamente a partir de una descripción física de las partículas. Por supuesto la mente, la conciencia y la sociedad son también, en ese sentido, fenómenos emergentes.

 

Es como si al cambiar la escala del análisis hallásemos dinámicas diferentes e incluso, en algunos casos, contradictorias. De hecho quizás el ejemplo más ilustre lo constituyan los dos pilares fundamentales que actualmente cimentan la física moderna: la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. Ambas, en cierta medida, son incompatibles entre sí pero, a la par, esenciales para comprender el macrocosmos y el microcosmos respectivamente.

 

Sea como fuere, lo cierto es que la hipótesis reduccionista, hasta ahora aceptada tácitamente, hace aguas por doquier y nos obliga a una profunda reflexión acerca de como surgen y funcionan determinados sistemas complejos.

 

No sabemos gran cosa acerca de la génesis de tales comportamientos colectivos pero sucede a veces que determinados cambios en las configuraciones de sus elementos esenciales hacen que éstos afloren.

 

Un ejemplo más o menos simple de proceso emergente lo hallamos en las bandadas de estorninos y cardúmenes de sardinas. En estos casos se ha llegado a un nivel de comprensión tal que incluso existen modelos matemáticos y simulaciones por ordenador, como el de Craig Reynolds, que reproducen con bastante precisión y rigor su comportamiento. Sorprende mucho observar el notable grado de cohesión existente entre sus miembros, pero todavía asombra más comprobar que ningún líder gobierna los movimientos de cada pájaro o pez para lograr que se comporten todos como una unidad compacta. Este fenómeno es conocido con el nombre de "auto-organización" y la clave parece residir en un concepto denominado “flocado” procedente del inglés "flocked" que significa unirse o agregarse. Un grupo de pájaros que se comportan como individuos independientes se manifiesta a gran escala como un conjunto aleatorio. Sin embargo, si cada uno de ellos asume la idea de volar siempre manteniendo una cierta distancia con respecto a aquellos que están a su lado, ese caos inicial se convierte inmediatamente en orden. Es decir, un pequeño cambio en las relaciones entre los elementos integrantes de ese sistema produce en ese nivel estructural superior la génesis de un comportamiento completamente nuevo.

 

Durante el Neolítico, por ejemplo, las agrupaciones humanas eran básicamente de carácter tribal. Sin embargo, en algún momento, comenzó a producirse cierta especialización en las tareas a desempeñar y, a diferencia de lo que ocurría hasta ese momento en el que todo el mundo hacía lo mismo, se inició lo que conocemos hoy como división del trabajo. Ese "anecdótico" cambio generó, no obstante, el fenómeno emergente de las ciudades, las civilizaciones y los imperios. Curiosamente aquellos insectos (hormigas y abejas) que han desarrollado también, entre sus miembros, una distribución diferenciada de labores a asumir, han conseguido establecer, a su vez, grandes colonias. Por otro lado, la diferenciación celular es, a su vez, la responsable de la aparición de los seres vivos.

 

Es muy importante que comprendamos en la medida de lo posible como funcionan estos procesos si, como parece ser, existe una necesidad creciente de cambiar el actual modelo. Según lo aprendido hasta ahora una cuestión fundamental, en todo ello, es el tipo de relación que existe entre los integrantes de esa estructura que aspiramos a modificar.

 

 

LA COMPETITIVIDAD Y LA CONFRONTACIÓN COMO ELEMENTOS CONSUSTANCIALES EN EL ACTUAL MODELO

 

"Cierto día, un gran sabio religioso le pidió a Dios que le permitiera ver como era el Cielo y el Infierno para poder así compartir su experiencia con los demás hombres.

 

El sabio de inmediato se sumergió en sueños y mediante el poder de Dios su alma viajó a los diferentes destinos.

 

Dios decidió mostrarle primero el infierno. Era una gran mansión, cuya única habitación era un largo e infinito comedor. El comedor era tan amplio como una autopista y al frente de cada comensal estaban servidos los mejores y más variados manjares. El sabio observó detenidamente sus caras y notó que estaban enfermos, y famélicos ya que sus cubiertos eran tan largos como remos, y por más que intentaban estirar sus brazos no alcanzaban a alimentarse.

 

Dios decidió entonces mostrarle al sabio el Cielo. El sabio comenzó a ascender en ese lento trance. Cual no sería su asombro al ver allí la misma mansión, y al entrar en ella, contemplar la misma habitación con las mismas dimensiones y características del infierno y servida con los mismos platos ostentosos…

 

Observó que los comensales, a pesar de tener los mismos cubiertos que en el Infierno, se veían saludables, llenos de vigor y felices.

 

Él sabio preguntó a Dios: ¿Pero cómo están aquí tan felices y bien alimentados y en el Infierno tan tristes y hambrientos?

 

A lo que Dios respondió: "En el Cielo se dan de comer unos a otros". [2]

 

 

Vivimos inmersos en un mundo donde la competitividad que viene a ser la capacidad de vencer, ganar o humillar al otro se ha convertido sorprendentemente en una virtud. Es de tal magnitud la incomunicación y el asilamiento que eso genera que raya ya en lo paranoico... ¿Qué ha sido de aquella fraternidad vecinal?... ¿De esa camaradería estudiantil y laboral?... ¿Cómo es posible que la amabilidad y la ayuda se hayan convertido en sospechosas?... ¿Qué nos impide en realidad trasladar relaciones abiertamente amistosas más allá del ámbito  íntimo?...

 

Por consiguiente, el “sistema” en el que nos hallamos inmersos es básicamente de carácter confrontativo e insolidario, Como consecuencia, la desestructuración social y el individualismo avanzan progresivamente mientras nuestras ciudades se deshumanizan convirtiéndose paulatinamente en junglas darwinistas cada vez más hostiles y violentas. La desigualdad en grado de injusticia, el conflicto elevado a la categoría de violencia en sus diferentes manifestaciones, el autoritarismo, el maniqueísmo o el pensamiento único constituyen algunas de las lacras que va esparciendo este modelo social agotando toda expectativa de futuro. .

 

Cuando finalmente advertimos que no existe ya otra salida que realizar modificaciones profundas en la actual estructura social, política y económica, solemos olvidar que nosotros mismos somos parte de ella.

 

Todos, en definitiva, hemos sido formados en su seno y a estas alturas supondría una peligrosa ingenuidad pretender instaurar cambios significativos en el paradigma imperante, más allá de lo meramente cosmético, si simultáneamente no tratamos de modificar nuestra propia actitud y la manera de comportarnos en relación a otros, para ser así el ejemplo de aquello que anhelamos transformar. Tolstoi siempre recordaba al respecto que “todos queremos cambiar el mundo pero nadie quiere cambiarse a sí mismo”. Porque en el fondo, todos, en mayor o menor medida, colaboramos, sin ser demasiado conscientes con este “sistema” con el que, sin embargo, no estamos muy de acuerdo. Cada uno nos aplicamos a nuestra particular e insignificante labor sin preguntarnos demasiado por las consecuencias que ocasionan o se derivan de nuestros actos. Es muy probable que esta curioso funcionar colectivo, inspirado por las mecánicas cadenas en serie, haya impedido trascender el mencionado modelo, al constituir una manera muy sutil de manipulación por parte de los poderes establecidos, dado que precisan de cierta complicidad, por nuestra parte, para llevar adelante sus oscuros propósitos. La colaboración de prácticamente toda la población resultó imprescindible, por ejemplo, para sostener el régimen de terror impulsado por la Alemania nazi y, sin embargo, aquella generación de alemanes nunca fue del todo consciente de ese apoyo implícito que brindó a tal atrocidad.

 

El “sistema” no es, ni mucho menos, el gobierno, ni los banqueros, ni la policía… El “sistema” está en el interior de cada uno de nosotros… En nuestra manera de pensar y de actuar… Nosotros formamos parte del “sistema”. Dado que nos acompaña a donde vayamos, huir de él es absurdo y lo único que conseguiremos tratando de escapar a su influencia es marginalizarnos dentro de él, eliminando así cualquier posibilidad de transformación al quedar condenados al ostracismo social más absoluto. Viajamos todos en un mismo barco, sin botes salvavidas, rumbo al naufragio y si optamos por escondernos en el lugar más recóndito de la bodega, poco o nada podremos hacer para girar el timón.

 

Me contaron que, en cierta ocasión, una pareja de enamorados, hartos ya de la conflictividad y la tensión del mundo actual, decidieron emigrar a unas islas desiertas en un intento por vivir el resto de su vida tranquilos y en paz  La islas en cuestión  eran conocidas con el nombre de Falkland por los ingleses. Los argentinos, sin embargo, llamaban a esas islas Malvinas. Efectivamente, al poco de establecerse allí, les “cayó” encima una guerra. Aunque en principio pudiera resultar interesante, no podemos escapar porque no hay ya sitio alguno a donde ir.

 

Por consiguiente, deberíamos comenzar a asumir nuestra responsabilidad y reconocer, en un sano ejercicio de autocrítica, exento de culpabilidad pero sin caer en la autocomplacencia, que hemos sido educados para competir y no para cooperar. Atendemos casi siempre a lo que nos diferencia y separa del otro en vez de considerar todo lo que poseemos en común con el y tendemos a confrontar nuestras respectivas ideas, afirmándonos, en lugar de complementarlas entre sí integrándolas.

 

En general, no sabemos colaborar con otros ya que la totalidad de inercias mentales, automatismos adquiridos e ideas preconcebidas apuntan justamente en la otra dirección, dado que la ortodoxia actual en lo referente a las dinámicas colectivas descansa, como si de un monolito se tratase, sobre la idea exclusiva de la confrontación,

 

Una de las mayores grandezas de la humanidad reside precisamente en la diversidad. Cada persona es un ser único e irrepetible, poseedor de una manera peculiar de pensar, de sentir y de entender el mundo. Sin embargo, tanta diversidad en lugar de enriquecernos, sólo nos genera dificultades a la hora de llegar a acuerdos con otros. La manifestación más evidente de nuestra incapacidad de cooperar con los demás es el roce constante y permanente que, expresándose en forma de conflicto, experimentamos en todas nuestras relaciones cotidianas.

 

A lo largo de la historia, desde la guerra hasta la democracia, se han ido articulando diferentes soluciones, más o menos sofisticadas, tratando de resolver el problema de las decisiones colectivas. Pero pese a tanta aparente variedad, lo cierto es que sea por el poder de las armas o de las urnas, la fuerza ha sido siempre el común denominador de todas ellas. De un modo u otro, los "vencedores" terminan por imponer a los "perdedores" sus particulares intereses que sólo a ellos benefician tanto como a otros perjudican, generando con ello tensión. En definitiva, formas aparte, no hay demasiada diferencia entre la prehistoria y el siglo XXI en lo que respecta a la regulación de lo social. Ello evidencia, como en tantos otros aspectos, el enorme desfase existente entre el desarrollo tecnológico y el humano. Nos sobra imaginación para construir artefactos que surquen las estrellas pero para organizar la vida en común no hemos sido capaces de hallar mejor sistema que el de ver “quien la tiene más grande”.

 

Así, en un mundo donde la competencia es entendida como una cualidad, no cabe otra posibilidad que resolver lo colectivo mediante la fría aritmética de intereses particulares que pugnan entre sí por imponerse unos sobre otros. De ese modo, cuando en el terreno político se plantean diferentes opciones ideológicas, no se nos ocurre nada mejor que enfrentarlas y comprobar cual de ellas posee una mayor "fuerza" o respaldo. Dada la manifiesta incapacidad de alcanzar acuerdo alguno debatiendo, las cámaras políticas de representantes no suelen albergar en su seno demasiadas formaciones políticas para evitar así una ingobernabilidad que se podría resolver simplemente dialogando. Precisamente, por esa razón también, todos los sistemas democráticos, a través de sus respectivas leyes electorales, tienden en general a establecer un bipartidismo alternante perenne amparado, a su vez, por el chantaje del "voto útil" y convirtiendo en íntimo y vergonzante ese supremo acto de expresión de la soberanía popular.

 

De ese modo, en las democracias actuales, 51 individuos imponen su cosmovisión a los 49 restantes, constituyendo así una auténtica dictadura de la mediocridad y la vulgaridad ya que, estadísticamente, el grado de excelencia en cualquier cualidad es inversamente proporcional a la cantidad de individuos portadores de la misma. Llega esta cuestión a ser tan ridícula que el número de miembros de un comité ejecutivo suele ser impar, o bien se le permite a su presidente poseer un voto de mayor valor, para evitar así que los posibles empates bloqueen la toma de decisiones. No importa nada la deliberación conjunta sino la correlación de fuerzas: ¿Para qué perder el tiempo entonces dialogando?

 

Solamente así, con la confrontación como telón de fondo, algo tan burdo como la democracia mayoritaria puede aparecer como el mecanismo más evolucionado que la humanidad haya desarrollado jamás para conducirse de manera conjunta.

 

El legado de ese miope proceder son las sociedades actuales fragmentadas en bloques sectoriales (obreros contra empresarios, padres contra hijos, hombres contra mujeres... Etc.). Es tan corta la mirada que, careciendo por completo de imaginación, muchos, en vez de plantearse fórmulas para trascender esa dinámica fratricida, optan sin embargo por elaborar sesudos modelos interpretativos de la realidad, a partir de las actuales circunstancias, sentenciando a perpetuidad esta absurda situación. [3]

 

Igualmente, en una escala más próxima y cotidiana, solemos afrontar la diferencia de opiniones mediante la conocida "técnica" (parece ser que no sabemos emplear otra mejor) de la discusión, que consiste en desplegar, de manera “pararacional” [4], todo un muestrario de justificaciones disfrazadas de argumentos con el único propósito de blindar y defender a ultranza nuestras particulares creencias, "amenazadas" permanentemente por las de los demás. Tan sofisticada y depurada estrategia descansa, como no podía ser de otro modo, sobre una profunda filosofía que consiste en admitir sólo una “realidad” posible la cuál, curiosamente, coincide, a su vez, con la que uno observa. Así sucede que, frente a una opinión distinta, siempre intentamos convencer a nuestro interlocutor, por todos los medios posibles, de que nuestro punto de vista es tan válido o verdadero como equivocado y erróneo es el del otro. Por su parte, nuestro contertulio obra de un modo similar y al cabo de un tiempo, que varía según el grado de empecinamiento mutuo y el tiempo libre disponible, cada uno se va igual que ha llegado. La discusión es, por consiguiente, una especie de cúmulo de monólogos sin intercambio alguno de información y que, al no producirse comunicación real, tampoco modifica ni beneficia a ninguno de los dos.

 

La alternativa a la discusión, por consiguiente, es el diálogo y la diferencia esencial radica en que en esta ocasión nadie es tan necio de creer que su opinión es la realidad misma y, gracias a la escucha activa mutua, si se considera el punto de vista ajeno hasta intentar incluso relacionarlo con el propio. Esta síntesis origina, a su vez, una suerte de metamorfosis ideológica de la que surgen enfoques comunes más amplios y mejor adaptados, así se trate de una aproximación a la realidad o de la resolución de un problema. De este proceso ambos protagonistas salen enriquecidos y positivamente transformados. Empleando una metáfora informática, cabe matizar que el “modo discusión” es el que actúa por defecto en nuestro particular sistema operativo y que habilitar el “modo diálogo” exige, por nuestra parte, que reiniciemos dicho sistema y arranquemos con él el programa “atención”.

 

Es decir, para dialogar es imprescindible que modifiquemos nuestro emplazamiento habitual y pongamos mucha conciencia en ello ya que lo que nos brota espontáneamente en tales circunstancias es discutir.

 

Una estrategia útil, en ese sentido, consistiría en erradicar cualquier atisbo de objetividad a la hora de formular algo tan inherentemente particular como nuestros enfoques personales. Al igual que el feminismo impulsó el uso del lenguaje inclusivo y no sexista, nosotros/as, preocupados/as por establecer las mejores condiciones para que el diálogo sea posible, deberíamos promover, a su vez, la necesidad de emplear siempre una comunicación de carácter subjetivo a la hora de expresar públicamente nuestros puntos de vista. Fórmulas tales como: "Lo lógico es...", "Indiscutiblemente...", "Lo normal es...", "Hay que...", "Lo ideal sería...", "No cabe duda...", , "Hemos de...", "Cometeríamos un error si...", "No seamos ingenuos...", "Como todo el mundo sabe..." o "Lo razonable es...", entre otras muchas, constituyen, en realidad,  blindajes tramposos para presentar opiniones particulares eludiendo cualquier cuestionamiento posible, al camuflar juicios estrictamente individuales, cubriéndolos con una pátina de pseudobjetividad.  Tendemos muchas veces a expresarnos de manera absoluta y ello dificulta notablemente lo que ha de suponer un sano intercambio de ideas. Asumamos el pequeño esfuerzo que nos acarea el atender a estas cuestiones y dejemos de elevar a la categoría de principios universales lo que en realidad son simples impresiones íntimas, expresando en todo momento nuestras opiniones en primera persona para así no olvidar que siempre carecerán de un carácter totalmente objetivo. Es nuestro punto de vista y no la realidad misma. No es algo categórico... Se trata tan sólo de un singular enfoque tan válido como otro cualquiera. Si yo digo: "Lo normal sería..." doy por sentado que cualquier otra posibilidad no resultaría del todo normal. Estoy convirtiendo tácitamente mi particular parecer en un axioma absoluto. Si en vez de hablar así, dijese: "Opino o creo que lo normal sería..." estoy matizando de manera subjetiva tal juicio. Es importante atender a la manera de expresar las ideas porque, si variamos eso, tal y como estamos observando, nuestra manera de pensar se verá modificada y eso es muy importante si aspiramos a que todo funcione de un modo diferente.

 

Ya cuando el feminismo nos sugería emplear un lenguaje inclusivo, muchos se resistían a ello aludiendo que al emplear el término neutro (que siempre era igual que el masculino) se sobreentendían ambos géneros.

 

De igual modo, en cierta ocasión existió un juez que matizaba siempre los alegatos, tanto de la defensa como de la acusación, con la "coletilla": "En su opinión..." A lo que el letrado en cuestión siempre respondía: "Naturalmente, se trata de mi opinión".

 

Un bien día un abogado, un poco molesto, por verse obligado siempre, ante ese juez, a aclarar reiteradamente esa cuestión afirmó con cierta indignación: "¿Qué sentido tiene puntualizar tal cuestión si resulta del todo obvio que cuando me expresó lo hago siempre desde mi punto de vista?".

 

El juez le respondo lo siguiente: "También resulta completamente evidente que el juez aquí soy yo y usted siempre se dirige a mi empleando el tratamiento de “Señoría”... Reflexione en profundidad tratando de averiguar la verdadera razón de su incomodidad…  ¿Por qué eso le genera molestia y lo otro no?"

 

La discusión permanente además cansa, agota, divide, y lo peor de todo, distrae de lo constructivo. Las desavenencias y los enfrentamientos sobrevienen en realidad por una falta de adaptación a vivir en un mundo diverso y plural. Las interacciones con los demás son complejas y alejadas de ese maniqueísmo pueril con el que solemos enjuiciarlas. Asumir esas aparentes paradojas y tratar de superarlas resulta mucho más adecuado que resignarse a la conflictividad y entender las relaciones humanas como un campo de batalla. Concebir la vida como un existir contra algo o contra alguien resulta completamente estéril. La vida ha de ser entendida como un proyecto a favor de interesantes propósitos y no como un sinvivir en un clima de permanente hostilidad, por muy justas, legales, éticas y verdaderas que pudieran ser las causas.

 

Pese a ello, todo indica, sin embargo, que asistimos hoy a la agonía de un mundo que se desmorona por doquier, sometido a los embates de otro latente que lucha por aflorar y manifestarse. Algunos lo expresan poéticamente afirmando que esta sociedad está preñada de otra nueva. Hoy todo apunta hacia la necesidad imperiosa de un cambio de modelo o de “sistema” en el sentido de desarrollar, a cualquier escala, ámbitos de actividad humana más solidarios que vayan superando, mediante una sinérgica cooperación mutua, esa fratricida competitividad sin salida… Un caminar, en definitiva, desde el YO al NOSOTROS.

 

No obstante, tal anhelo no será posible si continuamos, por otro lado, luchando entre nosotros. Sería como tratar de impedir que un niño pegue a otro castigándole siempre con un bofetón. Si bien nuestra capacidad de influencia es muy limitada, cierto es también que, al menos, llega hasta aquel que tengo a mi lado. Seamos pues cómplices de esa necesaria transformación estableciendo relaciones abiertamente solidarias con los demás y trascendiendo toda polémica o conflicto que impida que nos hermanemos los unos con otros progresivamente.

 

 

CONSENSO, CONFLICTO Y VIOLENCIA

 

Tal y como estamos constatando, mientras la cultura del diálogo y el consenso no desplace al actual paradigma basado en la dialéctica y la confrontación, toda relación interpersonal se verá enturbiada irremediablemente por la sombra del conflicto.  Convendría entonces apuntar algunas claves para afrontar una gestión eficaz en la resolución de nuestras disputas cotidianas.

 

En primer lugar hemos de considerar que muchas de nuestras respuestas poseen un marcado carácter reflejo y son, por ello, vertidas al medio con escasa conciencia y atención. Los automatismos, aún siendo necesarios al permitir una economía psíquica imprescindible para un correcto funcionar mental, no han de ser aplicados en todo momento como si fuésemos sofisticados androides. El preludio de una situación conflictiva no parece ser ese tipo de circunstancia que convenga afrontar reaccionando de un modo irreflexivo.

 

La mayor parte de nosotros, sin embargo, ante una situación de tensión, o nos bloqueamos, o solemos responder de manera visceral y, en definitiva de forma violenta. El que nos embargue la emoción y se agite nuestra respiración suele ser el pertinaz e ineludible preámbulo a una pérdida significativa de reversibilidad. Responder en caliente mediante una reacción mecánica supone siempre un grave error en lo que a gestión de conflictos se refiere.

 

Llegados a este punto, es muy importante poseer una postura clara respecto de las causas que hacen posible, aun hoy en día, la existencia de la violencia, en sus diferentes manifestaciones, porque si la consideramos como algo innato y consustancial al hecho humano, poco o nada haremos por buscar una respuesta distinta frente al conflicto ante la escasa motivación que suscita tal enfoque.

 

Cada vez que las "eminencias oficiales homologadas" se afanan en desvelar la génesis de algún aspecto relacionado con el ser humano, como por ejemplo el que nos atañe, su escasa imaginación les conduce casi siempre a concluir sus "sesudos" análisis con la típica disyuntiva que se establece entre "innatistas" y "ambientalistas". Los primeros hablan de pulsiones e instintos y los otros se expresan en términos de circunstancias biográficas desfavorables y carencias afectivas sociopáticas. En el fondo se trata de la eterna discusión sobre si "el hombre nace o se hace".

 

En el primer grupo las hipótesis más significativas serian: La teoría genética, que fija su origen en un segmento oculto de nuestro ADN, la etológica que extrapola las causas del comportamiento animal a la conducta humana, la psicoanalítica, que afirma que surge como reacción ante el bloqueo de la libido, la de la personalidad, que emana de una supuesta forma de ser adquirida (Eysenck y Kretchmer), la de la frustración, que considera que todo comportamiento agresivo es la consecuencia de una frustración previa (Dollar y Miller) y la de la señal-activación, que sostiene que las manifestaciones agresivas son el resultado de síndromes patológicos orgánicos (Berkowitz).

 

En el segundo nos encontramos con: la teoría del aprendizaje social, que considera que el comportamiento agresivo es el resultado de una asimilación por observación e imitación (Bandura), la teoría de la interacción social, que concede mayor importancia a la influencia del ambiente y de los contextos sociales más cercanos a la persona, la teoría sociológica, que interpreta la violencia como un producto de las características culturales, políticas y económicas de la sociedad y la teoria ecológica, similar a esta última pero un tanto más sofisticada (Bronfenbrenner).

 

Algunos autores algo más conciliadores señalan que ambos factores intervienen por igual y es que, en esencia, no son tan divergentes y excluyentes entre sí como pudiera parecer a primera vista, ya que los dos coinciden en presentar un modelo "títere" de ser humano absolutamente pasivo, sin capacidad de decisión alguna y sujeto a todo tipo de condicionantes fisiológicos o vitales que supuestamente determinan por completo todo su comportamiento.

 

Sin embargo, si el margen de libertad fuese en realidad tan estrecho: ¿Qué responsabilidad cabría exigir entonces a cualquier persona por sus actos? Precisamente por ello es muy posible que detrás de esa incesante búsqueda de justificaciones ajenas al hombre exista, en realidad, la intención de ocultar esta vergonzante lacra de la humanidad bajo la alfombra de ese hipócrita sentimiento de culpa tan característico de la tradición judeocristiana, amparado por el mito del pecado original. En ello coinciden un gran número de autores tales como Ashley Montagu, Geoffry Gober, Scott y Boulding.. Y es que tal y como señaló en su día el filósofo inglés John Stuart Mill, “De las posibles maneras de eludir las influencias de la moral y la sociedad sobre la mente humana, la mas corriente es la de hacer responsable de las diferencias de comportamiento y carácter a diferencias naturales innatas”.

 

Es verdad que si miramos al ser humano "desde fuera" bien pudiera resultarnos algo parecido a un mono. Tal apreciación se acentúa cuando comprobamos además que compartimos con él más del 90% del historial genético. Por consiguiente: ¿Por qué no habría de funcionar entones de acuerdo a las leyes que regulan la naturaleza?. Los que así opinan no deben de sentirse muy diferentes a sus parientes evolutivos y han desarrollado la singular estrategia de observar micos para así poder entender a las personas, convirtiendo la psicología en una especie de etología infrahumana. Entre ellos destacan Konrad Lorentz y, sobre todo, Desmond Morris con su "mono desnudo", que nos recuerda mucho a aquella anécdota en la que Diógenes parodiaba lo del "bípedo implume" (definición platónica de ser humano), mostrando por las calles de Atenas un pollo desplumado gritando: "He aquí el hombre de Platón". El fin último de todos ellos es responsabilizar a los animales de nuestra propia violencia, pero al no hallar, en ellos, vestigio alguno de tan deleznable comportamiento, intentan cuadrar el círculo, aprovechando su natural falta de sutileza, para extraer de su chistera el concepto de agresividad que, por supuesto, se relaciona con nuestra violencia, según ellos, mediante un misterioso y atávico legado, hasta ahora desconocido. Mientras, se apresuran a hallar ese pedazo de ADN, responsable de tal maldición, ciegamente convencidos de su existencia porque es lo único tangible que otorgaría alguna credibilidad a sus vagas sospechas.

 

En ese sentido cabe señalar que estudios más recientes han demostrado que incluso esa supuesta agresividad no puede entenderse como una reacción refleja sin más. Se ha comprobado que es tan sólo una de las opciones a las que recurren los monos cuando surgen conflictos entre ellos. A veces, las escaramuzas se evitan ofreciendo al adversario la posibilidad de compartir comida, o sencillamente ignorándolo. En numerosas situaciones, los chimpancés y otros monos acaban reconciliándose con abrazos, besos y caricias. El etólogo Frans B.M. de Waal afirma, fruto de sus estudios, que con frecuencia, estos animales llevan a cabo rituales de pacificación para evitar luchas sangrientas y preservar así la cohesión social de sus manadas. En algunos casos, los monos superiores del grupo llegan a actuar como mediadores, animando a los adversarios a superar sus diferencias.

 

Por otro lado, algunos estudiosos mencionaron en su momento la existencia de un supuesto "gen de la violencia", siendo objeto de estudio en todo el mundo. El debate se mantuvo vivo durante algún tiempo al descubrir que, entre los asesinos más despiadados de las cárceles norteamericanas, la mayoría de condenados poseían un curioso cromosoma "XYY". Pronto se comprobó que este "trío" singular también lo poseían otras personas ajenas a la población reclusa y con un comportamiento social normal, por lo que la teoría tuvo que ser desechada.

 

Hoy en día, el mito de la herencia genética y la determinación social están totalmente descartados y la UNESCO ha dado por zanjado el tema a través del Manifiesto de Sevilla, en el que participaron 17 especialistas mundiales, representantes de diversas disciplinas científicas, mediante una reunión en mayo de 1986 en Sevilla, España. Dicha declaración conjunta ha permitido conceptualizar definitivamente la violencia al definirla como un ejercicio de poder, refutando el determinismo biológico, calificándolo de error científico, que pretende, en el fondo, justificar la guerra y legitimar cualquier tipo de discriminación basada en el sexo, la raza o la clase social. La violencia es, según se desprende de las conclusiones del encuentro, evitable y debe ser combatida. El informe final advierte además sobre la inexistencia de base científica alguna que justifique que la fisiología neurológica nos obligue a reaccionar violentamente, al estar nuestros comportamientos supuestamente modelados por nuestros tipos de acondicionamiento y modos de socialización.

 

En definitiva, si, en lugar de espiar a los simios, optamos por observamos a nosotros mismos, es decir, atendemos al ser humano "desde dentro", nos daremos cuenta de que, en numerosas ocasiones, actuamos de manera mecánica o automática y sucede entonces que la fisiología y la inercia cultural o social adquirida es la que se expresa, en realidad, a través nuestro.

 

Precisamente en este hecho se apoyan los "ambientalistas" para defender su postura pero resulta que las grabaciones reiteradas, almacenadas en memoria, tienden a fortalecerse y establecer así una tendencia que, cuando se actúa con inconsciencia, es la que termina por manifestarse. Todo ello resulta absolutamente lógico y constituye lo que podríamos denominar el "piloto automático" de la conciencia. Sin embrago, en el psiquismo humano no siempre el "conductor" está distraído. En esas otras circunstancias en las que no nos comportamos compulsivamente, siempre se nos presenta un abanico de posibilidades a elegir a la hora de dar una respuesta. Normalmente, en tal situación, la probabilidad de reaccionar violentamente se reduce de manera drástica.

 

En ocasiones, los defensores de la dictadura del entorno, para barnizar sus decadentes creencias y maquillarlas con un halo pseudocientífico, escenifican pomposos experimentos en los que coaccionan a un grupo de personas para que se comporten de una determinada manera, haciendo hincapié luego en el alto porcentaje de éxito obtenido, mientras omiten que, incluso en las circunstancias más desfavorables, siempre existe disidencia, lo que denota influencia a la vez que niega toda determinación.

 

Es cierto que poseemos una base biológica con un funcionar similar al resto de seres vivos y, por consiguiente, aún mantenemos ciertos mecanismos ancestrales de respuesta. Sin embargo, tal hecho nos puede influir pero en modo alguno determinar desde el momento en que cualquiera de nosotros puede retardar y diferir qué respuesta dar en un momento dado, sin necesidad alguna de actuar de un modo inconsciente o automático.

 

Si el hombre ha llegado hasta aquí no ha sido gracias a potenciar simples reflejos instintivos sino elaborando respuestas cada vez más inteligentes y complejas, tales como la cooperación, que originó el lenguaje y posteriormente, con la escritura, el registro histórico. Si hemos de reconocer alguna tendencia "innata" o perenne en el ser humano es precisamente esa y no la de enfrentarse los unos con los otros tal y como afirmaba Hobbes, fruto probablemente de un espíritu atormentado y resentido.

 

Al igual que ocurre en el desarrollo embrionario y en general con cualquier proceso evolutivo, la génesis de estructuras nuevas no desecha completamente las antiguas. La invención del televisor no elimino la radio de nuestras vidas y la complejidad creciente del sistema nervioso en la evolución de los organismos tampoco suprimió elementos originarios tales como nuestro antiquísimo cerebro reptiliano, diseñado básicamente para proteger a la especie. Así, cuando nuestro abuelo cavernícola intuía un peligro al acecho, todo él respondía de manera refleja con un automatismo adquirido y alojado en esta región del cerebro El sistema nervioso del ser humano ha ido evolucionando, pero ante una supuesta amenaza, seguimos, al igual que nuestros antepasados trogloditas, respondiendo mecánicamente de la misma forma:.

 

Al hilo mismo de esta cuestión debemos considerar también que, mantener la atención permanentemente en todo lo que hacemos, supondría un derroche energético que no nos podemos, en modo alguno, permitir. Es más, con lo despistados que solemos ser, cualquier día nos olvidaríamos de bombear sangre al cerebro, nos desmayaríamos y moriríamos por descuido En tal situación los automatismos son, más que necesarios, imprescindibles..Gracias a ellos nosotros, los pilotos, podemos, si alguna circunstancia lo requiere, reorientar nuestra atención hacia alguna tarea más importante o significativa. Si debemos dirigirnos, por ejemplo, a algún sitio, nos fijaremos principalmente en el itinerario a seguir, miraremos a ambos lados al cruzar una calle y a la vez comprobaremos la hora para saber si llegamos a tiempo o, por el contrario, hemos de llamar advirtiendo de nuestro posible retraso. Mientras todo eso ocurre, nuestras piernas no paran de moverse y no es necesario, en absoluto, que atendamos a qué músculos hemos de tensar o distender, en cada momento. Muchas de nuestras respuestas vertidas al medio son tan complejas que exigen siempre una buena dosis de rutinaria mecanicidad y tal cosa es factible merced a que poseemos registro o memoria de ellas. Algunos de tales protocolos los vamos incorporamos por mero aprendizaje e imitación a lo largo de la propia vida pero otros son innatos y se alojan en los recodos más profundos de nuestro cerebro.

 

El estrés es un ejemplo de este tipo de reacciones reflejas. Se trata de un de un mecanismo de respuesta psicofisiológica y conductual que prácticamente todos los organismos presentan frente a una estimulación adversa con el propósito de adaptarse a una supuesta emergencia.

 

La reacción fisiológica que acompaña a este automatismo, en el caso del ser humano, se halla controlada por el eje hipotálamo – hipófisis – glándula suprarrenal y se caracteriza por aumento en la liberación de varias hormonas al torrente sanguíneo, entre ellas los glucocorticoides, sintetizados por la porción más externa o corteza de la glándula suprarrenal, y la adrenalina, liberada por la parte central o medular de la misma glándula. Este particular acto reflejo permite a los organismos lidiar con este tipo de inquietantes conyunturas.

 

La respuesta de estrés, fisiológica y conductual, está regulada, a su vez, por el sistema nervioso central, especialmente por aquellas regiones relacionadas con el funcionamiento óptimo del organismo que propician el mantenimiento del equilibrio interno u homeostasis. Entre las regiones implicadas en el control de dicha respuesta se encuentran el núcleo paraventricular del hipotálamo y estructuras del sistema límbico que se encargan del procesamiento emocional,

 

La participación del SNC en la conducta violenta es de crucial importancia. Genera actividad somática y visceral, ya que participan los sistemas sensorial, motor y autónomo, además de los sistemas endocrino e inmune, que forman parte de la reacción de alarma ante una situación de supuesta amenaza o peligro. Sin embargo, mecanismos de aprendizaje y memoria, que también dependen del SNC, pueden aumentar, disminuir o incluso eliminar la conducta violenta.

 

Son numerosos los estudios que relacionan e imbrican esta reacción de estrés con el comportamiento violento. En individuos se ha observado que el estrés está estrechamente relacionado con la violencia en el trabajo, escuela y hogar. En una investigación epidemiológica en Islandia con adolescentes de sexo masculino de 15 a 16 años, se encontró un significativo aumento en la frecuencia de conductas violentas, peleas e intimidación, asociadas al incremento en la exposición a conflictos vitales tales como divorcio, muerte o desempleo de los padres, fracaso académico y falta de o escaso apoyo paterno. En otro estudio en adultos jóvenes del sexo masculino en los Estados Unidos de América, la exposición diaria a conflictos  familiares, de trabajo y de tráfico contribuyó al incremento de la conducta de agresión en el ámbito laboral. Los participantes del estudio que reportaron niveles elevados de tensión durante su camino al trabajo (al conducir un vehículo) también tuvieron mayores niveles de conflictividad (sentimientos de enojo, descontento y actitudes negativas hacia otros) y de obstruccionismo (impedir la ejecución de otros para dañar su reputación) en el trabajo.

 

En el caso de las personas que padecen síndrome de estrés postraumático, por exposiciones agudas o prolongadas a presiones durante algún momento de la vida (guerras, terrorismo, secuestro o abuso sexual), se ha descrito que uno de los elementos sintomáticos implica cierta activación anómala, principalmente impulsividad y conducta agresiva asociada a bajos umbrales de estimulación. En niños que no sufren trastorno de estrés postraumático, pero que padecieron abusos físicos o sexuales durante periodos prolongados de la infancia se observa aumento en la frecuencia de conducta agresiva física y verbal, en comparación con niños libres de abusos durante el mismo periodo de la vida.

 

También en modelos animales se ha estudiado la relación entre la respuesta de estrés, la conducta agresiva y su regulación por parte del sistema nervioso central. En los mamíferos, a lo largo del día, ocurren variaciones normales en los niveles circulantes de glucocorticoides con pico máximo justo antes que inicie el periodo de mayor actividad del organismo, en el caso del ser humano y en roedores como el criceto (hámster) y la rata, la máxima liberación de glucocorticoides ocurre antes del despertar y disminuye al final del periodo de actividad; la emisión de conductas agresivas aumenta de acuerdo con los periodos de liberación de las hormonas del estrés y se reduce cuando disminuyen. Asimismo, la administración de glucocorticoides por vía intravenosa o directamente en los ventrículos cerebrales de ratas macho adultas, aumentó la frecuencia y duración de la conducta agresiva, la cual se reduce significativamente si hay supresión de la síntesis y liberación de las hormonas del estrés. La estimulación eléctrica de los núcleos hipotalámicos mediales que regulan la agresión, además de generar conducta agresiva, produjo aumento en los niveles de glucocorticoides circulantes. De igual forma, la administración concomitante de glucocorticoides facilitó y aumentó la conducta agresiva que genera la estimulación eléctrica del hipotálamo. Funcionalmente se han demostrado interconexión y retroalimentación positiva entre las regiones hipotalámicas que controlan la conducta agresiva y la respuesta adrenocortical por estrés; es decir, si se activa el hipotálamo la conducta agresiva propicia aumento en la respuesta de estrés, y viceversa. Es así que, la respuesta de estrés y la conducta agresiva están interrelacionadas y  reguladas por núcleos hipotalámicos y por el sistema límbico. Tal facilitación mutua contribuye a la precipitación y escalada de conducta violenta que se observa en el ser humano y otros mamíferos bajo condiciones de estrés.

 

Lo anteriormente expuesto señala que el SNC, en el hombre y en los vertebrados, es el elemento básico, con raíces profundamente arraigadas en los circuitos neuronales y vías neuroquímicas del encéfalo, para la génesis de la agresión y la conducta violenta, aunque igualmente el SNC posee estructuras que la inhiben o suprimen. Todo ello se debe a la organización a la que el cerebro humano ha llegado en el mecanismo evolutivo, el llamado cerebro triuno, en el que sus tres componentes actúan como un todo, el reptiliano, el límbico (paleomammalian) y el neocortical neomammalian). Este último con programación y conectividad apropiada puede propiciar una convivencia social en paz, y todos los afectos agradables, que hacen al hombre un ser civilizado.

 

Por consiguiente, la conducta violenta constituye una función normal del encéfalo del hombre y de otros animales en la filogenia, asociado al reflejo del estrés cuya manifestación puede ser regulada e inhibida por la neocorteza.

 

Por lo tanto, de estar en lo cierto, la violencia se relacionaría esencialmente con un modo irreflexivo y poco atento de actuar por nuestra parte en circunstancias que recomendarían otro tipo de emplazamiento más consciente y ello explicaría el estrecho vínculo existente entre alcohol, drogas y violencia, al propiciar esa pérdida de reversibilidad por desinhibición tan característica del acto violento según estamos advirtiendo.

 

Es por ello que el modelo de sociedad, sin llegar a condicionar del todo, influye, no obstante, decisivamente a la hora de mantener esta situación. La jerarquización de toda orgánica colectiva, nos ha acostumbrado a la dinámica de obedecer sin reflexionar acerca de las consecuencias que se derivan de nuestras acciones, perpetuando así mecánicamente cualquier forma de violencia instalada previamente en ese entramado común en el que nos insertan, antes siquiera de preguntarnos qué es lo que deseamos hacer con nuestra propia vida. Se trata de una red, más o menos explícita, que nos conecta a todos, desarrollando un proyecto ajeno, como si fuera una gran cadena de montaje absurda, monótona y carente de sentido, al menos para nosotros. 

 

Por consiguiente, quebrar la inercia social reinante, que nos impele a sostener la violencia ya presente en el medio, mediante comportamientos intencionalmente más atentos y considerados, por nuestra parte, hacia los demás no será suficiente. Por otro lado, modificar las estructuras autoritarias, tornándolas más horizontales y participativas tampoco, por si solo, bastará. Solamente impulsando simultáneamente ambos frentes será posible ir cosechando éxitos. En definitiva, patologías y desbordes aparte, nada que no pueda irse resolviendo si en verdad se desea y adquiere, para nosotros, la importancia necesaria.

 

En ese sentido, recientes investigaciones concluyen que existen formas de violencia que tienen claras relaciones con la anatomía y la química del cerebro y que se refuerzan o disminuyen según las características y los procesos del ambiente en que se desarrollan. Desde hace varios años se había identificado que la dopamina, la norepinefrina y la serotonina, influían en las reacciones y las reflexiones de los seres humanos, pero los mecanismos que generan violencia, según estas nuevas investigaciones, son de mayor complejidad; incluyen modificaciones de sistemas enteros, como el que transmite las monoaminas, modificaciones que, según los mismos biólogos investigadores, solo pueden comprenderse teniendo en cuenta el efecto acumulativo adicional de meses o años de conflictos sociales El psicobiólogo Robert Cairns, de la Universidad de North Carolina llevo a cabo experiencias rigurosas con grupos de los ratones albinos, agrupados por sus características genéticas como violentos y no violentos, sometiéndolos a enfrentamientos sistemáticos y concluyó que estas experiencias modificaban sus actitudes, disminuyendo o aumentando la agresividad. Un simple cambio en las condiciones de vida de cada animal, aislarlo o no, puede también modificar la actitud predicha por sus características genéticas. “Es una ilusión -dice Cairns- ver el comportamiento agresivo como un fenotipo estático”.

 

Si un individuo quiere dejar de ser violento, dice Niehoff, no solo es necesario que se modifique el funcionamiento interno de su cerebro sino que cambie el mundo que lo rodea. Lo primero puede hacerse por medio de drogas, lo segundo tiene que hacerse social y culturalmente. Una de estas posibilidades de rehabilitación ha sido ya identificada; Emil Coccaro, quien dirige en la Universidad de Pensylvania una unidad dedicada a la investigación neurológica ha identificado posibilidades de tratamiento de lo que el llama agresión impulsiva, la que se produce en caliente y sin límites en algunas personas indignadas. Coccaro ha encontrado relaciones entre estos casos y bajos niveles de serotonina y cree que es posible inducir previamente en las personas aquejadas de esta disfuncionalidad, lo que el llama un “reflective delay”, una pausa reflexiva, que sugiera al individuo “detenerse, mirar y escuchar”.

 

En definitiva, actuar “en caliente” en una coyuntura conflictiva constituye un grave error, pero aguardar a que la situación general se “enfríe” y no hacer nada al respecto después, también lo es. Es claro que, a tenor de la inherente dimensión social que posee el ser humano, resulta inevitable que se produzcan roces cotidianos en nuestras relaciones interpersonales. Lo que no debiera, sin embargo, constituir una práctica tan habitual es esa nefasta costumbre, tan arraigada en nosotros, de soslayar tales tiranteces, eludiendo así zanjarlas definitivamente en algún momento posterior. Tal vez confundamos el hecho de que los conflictos necesariamente se enfrían con que se hayan superado. Es posible que, por mera comodidad, creamos que esas tensiones se resuelven por sí solas o que, en un alarde de ingenuidad, supongamos que prescriben o caducan al cabo de un tiempo. En realidad lo que sucede es que esos nudos conversacionales abiertos se enquistan y se acumulan, generando espacios progresivos de incomunicación creciente que van enrareciendo paulatinamente cualquier ámbito de relación.

 

Considerando la característica torpeza con que solemos manejarnos en nuestras confrontaciones con los demás, no nos ha de sorprender, en absoluto, que el bagaje experimental acumulado en relación al conflicto nos resulte tan desagradable. Con el tiempo, esa irracional, pueril y arbitraria gestión que realizamos frente a este tipo de situaciones va fijando en nuestra conciencia la idea estigmatizada de que el conflicto es un elemento muy negativo que conviene eludir. Así nadie hace nada al respecto salvo intentar, sin éxito, mantenerse a distancia y alejarse hasta de su simple sombra. La existencia de conflictos en nuestras vidas no debería inquietarnos, en modo alguno, y cabría, por el contrario, asumirlos como algo en principio habitual en cualquier contexto de convivencia entre personas, constituyendo así auténticas oportunidades de aprendizaje y de desarrollo personal para todos. Los conflictos forman parte de las relaciones humanas y nuestra existencia se encuentra atravesada por los mismos. Hemos de integrar los conflictos como parte de la vida cotidiana como un elemento más y no como un impedimento en toda dinámica colectiva. La mirada alternativa que proponemos es absolutamente diferente a la que habitualmente mantenemos, Consiste simplemente en atender al conflicto en su aspecto más positivo, planteando así una posición activa que abre la posibilidad de emplazarse como parte de la resolución del mismo y no sentirse arrastrado por la situación sin poder hacer nada al respecto. Esto lleva implícito la posible existencia de cierta habilidad o destreza que puede adquirirse y entrenarse. Se trataría entonces de establecer esa capacidad para la resolución de conflictos que, naturalmente, puede aprehenderse e internalizarse en la persona, transformándose en un, más que interesante, recurso propio. Por consiguiente, un conflicto no ha de ser necesariamente algo perjudicial para nosotros y puede, perfectamente, convertirse en una oportunidad espléndida para superarnos y aprender. Al igual que el dolor como registro es útil para advertir que nos estamos haciendo daño, la existencia de un conflicto nos señala la posibilidad de crecimiento personal en el sentido de mejoramos como seres humanos en desarrollo que somos o, cuanto menos, aspiramos a ser. De hecho, es una experiencia muy habitual constatar que, cuando se trasciende una situación conflictiva, la relación entre ambos “contendientes” se fortalece.  

 

Por otro lado, existe una idea preconcebida ampliamente extendida mediante la cual tendemos a situarnos más como sujetos pasivos que como agentes activos respecto al origen de los conflictos. Actuamos bajo la torticera impresión de que uno es una persona tranquila que “no se mete con nadie” y que son los demás, con su “desconsiderada” actitud, los que nos incordian generando este tipo de contingencias.

 

Este planteamiento tan chauvinista suele manifestarse, a su vez, íntimamente ligado a la enorme influencia que ejerce en nuestras sociedades la moral judeocristiana basada en el perdón. Tal paradigma ético, añade enormes dificultades a la hora de afrontar la resolución de un conflicto al considerar de manera sesgada que la “culpa” de no actuar correctamente es una especie de monopolio exclusivo de alguien en concreto, donde el resto aparecen como víctimas consecuentes del mismo. En realidad, cuando son varios los afectados por una determinada situación conflictiva, todos los involucrados en ella ostentarán una parte de la responsabilidad total en la génesis y estabilidad de dicha disputa. El protocolo culpa, arrepentimiento y redención, aparte de propiciar tendencias revanchistas, jerarquiza las categorías éticas de los que intervienen en una determinada polémica, dando a entender que alguien (culpable máximo de todo) debe implorar el perdón del resto al hallarse éstos en una supuesta atalaya moral superior. Ya de por sí la resolución de conflictos posee bastantes complicaciones intrínsecas como para encima añadirle la dificultad de que alguien se tenga que humillar suplicando que le disculpen para terminar de zanjar así una determinada disputa. Respetando las creencias de cada cual, no parece muy interesante esa fórmula si aspiramos a zanjar conflictos y a disolver tensiones de un modo satisfactorio. Deberíamos desterrar ese sentimiento de culpa tan característico de la cristiandad y comenzar a tratarnos con una pizca más de humanidad, admitiendo nuestras imperfecciones y limitaciones a la par que nos reconocemos como sujetos en desarrollo que estamos aprendiendo a mejorar.. ¿Quién es el culpable de eso?...

 

En lugar de exigir una disculpa o de rogar un perdón, resulta mucho más oportuno, quizás, propiciar una reconciliación conjunta, sin necesidad alguna de que alguien se tenga que humillar ante nadie.

 

Si en una reunión alguien increpa a otro por interrumpir un discurso que ya duraba demasiado y éste, a su vez, se siente molesto por acaparar el otro el debate: ¿Quién ha de pedir perdón? ¿El que reprochó la intervención a destiempo del otro o el que, harto de esperar, interpeló sin aguardar a que le tocase hablar, molestando así al ponente que, a su vez, estaba abusando del turno de palabra?

 

Si me reprochan mi falta de colaboración debida a que me estoy sintiendo forzado a actuar: ¿Quién debe disculparse? ¿Yo por no prestar la suficiente ayuda o el otro por echarme en cara tal comportamiento tratando de obligarme? Nuestra forma mental nos condiciona a pensar de manera lineal o secuencial, siguiendo el tradicional patrón causa-efecto. Sin embargo, tal esquema constituye una manera excesivamente simple de analizar la realidad de un suceso particular. Lo que habitualmente ocurre es que los detonantes suelen ser múltiples y concomitan entre sí de manera simultánea. No obstante, sometidos a la tiránica subjetividad de nuestras conciencias existirá únicamente una línea temporal que ordene los hechos cinematográficamente. Por supuesto, desde un emplazamiento alternativo, la sucesión de acontecimientos será distinta. Para aquel que le llamó la atención al otro, el conflicto comenzó cuando le interrumpió. Sin embargo, para el otro, el que aquel se extendiese en exceso fue lo que generó, en realidad, la polémica.

 

Los comportamientos no se expresan aisladamente o en abstracto sino siempre en relación a los de otras personas que, a su vez, despliegan sus propias pautas en función de nuestros particulares emplazamientos y viceversa. Es decir, en la práctica, las conductas de los diferentes individuos se organizan a modo de piezas que se acoplan morfológicamente entre sí, formando una especie de puzzle dinámico. Desde este enfoque estructuralista, los conflictos estarían asociados a la formación de determinados binomios conductuales en los que dos o más comportamientos se asocian retroalimentándose entre sí.

 

Sería muy normal, por ejemplo, que un profesor adoptase posturas severas y autoritarias frente a una clase en la que detectase ciertas actitudes rebeldes, contestatarias o desafiantes y, paradójicamente, sería esa misma posición concreta, por parte del docente, la que, a su vez inconscientemente, las estaría fomentando entre su alumnado.

 

En la práctica ese tándem “autoritarismo/rebeldía” opera en el tiempo como un condensador acumulando carga hasta que en determinados momentos se libera bruscamente en forma de conflictos puntuales o coyunturales. Nos hallamos pues ante una “bomba de relojería” donde, tarde o temprano, un alumno, por simple despiste, hablará con otro mientras el profesor explica algún concepto y éste lo percibirá como una falta de respeto hacia su persona, por lo que, sin ánimo alguno de herir sus sentimientos le mandará callar, no obstante, de una forma un tanto expeditiva. El estudiante, por su parte, reaccionará seguramente reprochando lo que él considera una manera excesivamente agresiva de dirigirse hacia él, lo que el profesor interpretará, a su vez, como un desafío hacia su autoridad y optará por expulsarlo de la clase. 

 

Observando los conflictos a la luz de este nuevo prisma más amplio constataremos siempre que en el seno de un determinado ámbito formado por un conjunto de individuos los diferentes comportamientos encajan todos entre sí. Es por ello que, a la hora de afrontar y gestionar conflictos, la mayor parte de las veces ni siquiera será necesario conversar con otros sobre ello, ya que simplemente impulsando precisos cambios en la propia actitud bastará para permitir una más que favorable resolución del mismo,

 

Por consiguiente, los comportamientos interpersonales se complementan entre sí formando una estructura compacta, de tal manera que modificando uno de ellos generamos la necesidad de que los otros también cambien los suyos y se ensamblen otra vez de una forma diferente. Si, por ejemplo, nos sentimos avasallados por alguien que habitualmente se dirige a nosotros de una manera excesivamente exigente, observaremos que frente a esa conducta solemos adoptar defensivamente una actitud justificativa que no hace sino retroalimentar tan molesto emplazamiento. Si en presencia de esa persona comenzamos a dejar de quejarnos y protestar, adoptando una actitud más activa, probablemente deje de presionarnos al carecer ya de sentido sus sucesivos reproches.

 

-     ¿Está por fin listo ese informe que te encargué ayer?

-     No he podido aún redactarlo porque he tenido otros asuntos que atender…

-     Lo necesitaba ya porque andamos atrasados con ese tema…

-     ¿Qué quiere que haga?... No tengo cuatro manos…

-     Así no podemos seguir…

-     Me dejó tirado el coche y tuve que llamar a una grúa… ¿Tengo yo la culpa de eso?...

 

En vez de eso; modificamos nuestro comportamiento protestón y justificativo, dado que dicha conducta le lleva al otro a estados crecientes de nerviosismo, ansiedad y preocupación, considerando que, con eso, no le solucionamos, en modo alguno, su problema y lo único que conseguimos así es acrecentar esa tendencia, por su parte, a presionarnos.

 

-     ¿Está por fin listo ese informe que te encargué ayer?

-     No he podido aún redactarlo porque me ha surgido un imprevisto… Pero no se preocupe porque ya me pongo con ello y en cuanto esté, que será lo antes posible, yo mismo se lo acerco a su mesa…

 

De ese modo queda desarmada esa actitud de reproche continuado que tanta tensión nos estaba produciendo…

 

Si ante una mirada ajena permanentemente suspicaz intentamos aclarar todo lo que hacemos:

 

¿Cómo crees que reaccionará el otro frente a tantas explicaciones?

 

Aunque, como ya hemos mencionado, no es estrictamente necesario interpelar al otro para resolver un conflicto ya que, para permitir una sutil y más que favorable resolución del mismo, bastará simplemente con modificar nuestro comportamiento habitual, cabe, sin embargo, la posibilidad de conversar, con los demás protagonistas involucrados, en esa situación que tanto nos incomoda, No obstante, es del todo crucial, en tal caso, que sepamos elegir adecuadamente el cómo y el cuándo. Ya hemos advertido que reaccionar “en caliente” no suele ser lo más oportuno y práctico. No obstante, suele suceder también, como ya hemos comentado también anteriormente, que cuando la situación se ha calmado, a veces nos decantamos por no actuar al respecto, al considerar erróneamente que el problema se ha diluido por sí solo. Un principio muy útil en el que nos podemos apoyar es aquel que afirma: "No te opongas a una gran fuerza, espera que se debilite y luego avanza con resolución" (Mario Luis Rodríguez Cobos, Silo).

 

Pese a que lo más adecuado sea, tal vez, abordar los conflictos de manera específica, es posible esbozar una especie de receta o protocolo general de actuación frente a este tipo de situaciones, en lo que al “cómo” se refiere.

 

Antes que nada, hemos de admitir una enorme torpeza por nuestra parte cuando se trata de expresar nuestras íntimas emociones. Tal hecho suele convertirse, en la práctica diaria, en un exabrupto descontrolado en el que, en vez de manifestar nuestros sentimientos al otro, se los arrojamos a la cara con una buena carga de agresividad entre abierta y soterrada.

 

“Nuestro amigo llega nuevamente tarde y le recibimos de la siguiente manera:

 

- ¡Otra vez llegando tarde!… ¡Qué cara más dura te gastas!... ¡Ya estoy harto de andar siempre esperándote como un bobo cada vez que quedamos!... ¡Crees acaso que no tengo cosas mejor que hacer que estar perdiendo el tiempo plantado como una maceta en plena calle, aguardando a ver si te dignas en aparecer!”.

 

En este caso, hemos expresado con meridiana claridad nuestras emociones al respecto. Sin embargo, no parece ser esa la mejor manera de manifestarlas si lo que pretendemos, en realidad, es resolver un conflicto  en vez de avivarlo.

 

En ese sentido, en lo que respecta, no al momento, sino a la manera, cabe destacar que Marshal Rosenberg es considerado, en ese sentido, el padre de la comunicación no violenta o de lo que luego se ha dado en llamar "asertividad".

 

A tal efecto ha desarrollado una especie de técnica sencilla en la que se establecen cuatro pasos básicos que, a modo de esquema, nos permiten, en principio, responder de un modo distinto al habitual frente a situaciones que nos generan tensión. (Descripción u Observación, Registro o Sensación, Necesidad y Petición).

 

Respecto de la primera fase es importante destacar que quizás alcanzar un nivel óptimo de objetividad a partir de percepciones estrictamente personales podría constituir un reto demasiado complicado. No obstante, lo esencial aquí es al menos diferenciar, en la medida de lo posible, hechos de valoraciones, a la par que caemos en cuenta (y esto es lo verdaderamente significativo) de que es precisamente esa interpretación que realizamos de la intención ajena, y no el comportamiento en sí del otro, lo que nos origina en verdad esa sensación negativa que intentamos precisar luego en el segundo paso. Antes de seguir con el proceso, convendría entonces confirmar si la voluntad del otro realmente va o no en esa dirección. Es de esperar que la lectura del pensamiento no forme parte de nuestras habilidades más destacadas y, por consiguiente no constituya una manera muy adecuada de manejar la información el considerar que la intención de otra persona está relacionada con nosotros cuando puede que no lo esté o, en caso de estarlo, no posea el matiz negativo que nosotros le otorgamos.

 

Aunque en ese preciso momento nos de la impresión de algo parecido, nuestro amigo no llega habitualmente tarde porque disfrute de vernos al borde de un ataque de nervios en una esquina mirando el reloj.

 

Por ese y por otros motivos, introducir el elemento empático en las pautas enunciadas por Rosenberg mejora indudablemente el resultado final. En estos casos, un sencillo ejercicio de empatía bastará para profundizar en dicha cuestión. El problema subyace en como se interpreta generalmente el concepto mismo de empatía. Desde un punto de vista semántico, empatía significa la capacidad propia de ponerse en el lugar del otro, por lo que habitualmente ejercitamos tal cualidad representándonos a nosotros mismos vestidos como el otro y colocados en su mismo lugar pero sin saber en profundidad qué es lo que está él sintiendo y pensando en ese momento concreto. Por el contrario, resultará mucho más útil hurgar un poco en el cajón de nuestra memoria y rememorar una situación personal en la que manifestamos un comportamiento similar. Al considerar además las circunstancias que rodearon ese hecho, surgen un montón de atenuantes que, si me sirven a mi, bien pudieran servir también al otro, logrando así, cuanto menos, modular ese registro inicial tan desagradable, aliviando en parte la tensión. Por otro lado, cabe también la posibilidad de que mi intención de entonces no correspondiera con la que creo que mantiene el otro ahora hacia mí, lo que disiparía prácticamente la sensación original ya que, como señalábamos anteriormente, ése y no otro es el auténtico detonante de la polémica. En el caso de un conflicto la labor de manifestar empatía se torna aún más complicada porque debemos recordarnos comportándonos de un modo que en el fondo detestamos. Al tratar de empatizar con él siguiendo el protocolo simple y superficial de imaginarnos que somos el otro, seguramente concluiremos prematuramente que uno, pese a hallarse en tal coyuntura, jamás obraría de ese modo. Si en lugar de operar así, insistimos, por el contrario, en evocar alguna situación pasada concreta en la que actuamos de esa manera, tal y como estamos recomendando, y analizamos qué nos estaba sucediendo en aquel preciso instante que nos condujo, de alguna manera, a cometer el error de comportarnos de una forma tan inadecuada, comenzaremos de inmediato a contemplar al otro de un modo diferente, más comprensivo y humano. Así y no de otro modo lograremos desarrollar la empatía lo suficiente como para conectar con el otro no solamente de una manera lógica o racional, sino también emocional y profunda.

 

En el caso de nuestro amigo el “tardón”, si hacemos memoria, es posible que recordemos alguna ocasión en la que nosotros mismos llegamos tarde a una cita. Si tomamos por referencia una situación concreta en la que tal circunstancia se dio, nos daremos cuenta que aquel día posiblemente teníamos una agenda de lo más “apretada” por querer asumir todos los compromisos, sin decepcionar a nadie, y organizamos las diferentes actividades del día sin contemplar márgenes de ajuste ante posibles accidentes. En tal situación, cualquier imprevisto acaecido supuso una inevitable demora por nuestra parte. En general, nadie llega tarde a propósito y mucho menos con el objetivo de fastidiarnos.

 

Quién, por ejemplo, no se ha topado alguna vez con algún padre, tutor o profesor excesivamente exigente, albergando cierto rencor en nuestro interior respecto de tal experiencia. Daba igual lo que uno se esforzase... Nunca era suficiente para él... Siempre hallaba algún aspecto personal a corregir... Jamás consiguió uno agradarle en lo más mínimo... Que falta de tacto y consideración por su parte... Nunca una voz de aliento ni de animo... Uno no importaba lo más mínimo... Solo el resultado, siempre imperfecto, merecía su atención.

 

Si ahora, tal y como venimos recomendando, nos centramos en rememorar aquella vez en la que uno esbozó un comportamiento similar y nos preguntamos por qué razón actuamos de ese modo, seguramente nos daremos cuenta de que el sentido de obrar así era instar al otro a esforzarse a fin de sacar de él lo mejor. Ahí recién comprenderemos que aquel ser tan impertérrito e indolente nos tenía en muy buena consideración y que verdaderamente le importábamos más de lo que suponíamos en un principio. En el fondo y a su manera nos quería aunque no supiese manifestarlo del modo más adecuado. Si no le hubiésemos importado en absoluto, simplemente no nos habría dedicado ningún tiempo ni atención.

 

Veámoslo de un modo más concreto, reflexionando acerca de ese tipo de personas que generalmente nos “saca de quicio”. Si se trata de un “desconsiderado”, por ejemplo, probablemente aflorarán en nosotros sentimientos muy negativos hacia ese ser tan despreciable. El “desconsiderado” es alguien egoísta que se cree el “ombligo” del mundo y que sólo piensa en él. Los demás somos como invisibles o a veces, cuando constituimos un obstáculo a sus pretensiones, simplemente estorbamos. ¡Menuda pieza el “desconsiderado”!... ¡Es de lo último!

 

Ahora, del modo en que estamos aconsejando, tratamos de recordar alguna situación de nuestro pasado en la que nosotros mismos nos hemos comportado así. Al ubicar ese momento con precisión, nos percatamos de que en aquel entonces uno se sentía muy apurado, abrumado por la cantidad de problemas a resolver. La falta de tiempo o la excesiva preocupación provocó, finalmente, ese lamentable comportamiento por nuestra parte. Justo ahí, es muy posible que cambie nuestra mirada y comencemos a enjuiciar al “desconsiderado” de una manera algo más benevolente y cercana. Sentiremos seguramente que pasa de ser un simple personaje estereotipado (el “desconsiderado”) a convertirse en un ser humano con sus debilidades, “defectos” e imperfecciones. Alguien que, como yo, intenta aprender a mejorar. En definitiva, le habremos humanizado al empatizar con él de manera sincera y profunda.

 

A veces sucede que, de entrada, la postura que asume alguien nos resulta una completa insensatez. Volviendo a nuestra recomendación, si nos esforzamos por revivir alguna situación propia similar, lograremos comprender posiblemente las reticencias, temores o preocupaciones que, de alguna manera, le conducen al otro a posicionarse de ese modo que, a partir de ese momento, dejan de parecernos tan irracionales.

 

Cabe por último mencionar al respecto que la incapacidad, en ocasiones, de recordar una situación semejante no denota otra cosa que cierto resentimiento personal en relación a tal cuestión y que convendrá trabajar seriamente sobre ello para irlo superarlo lo antes posible, insistiendo en la propuesta planteada, ya que no es posible reconocer un comportamiento ajeno careciendo completamente de experiencia personal al respecto.

 

El segundo paso (el de la Sensación) merece también cierta reflexión por nuestra parte. Ese registro negativo que genera en mi tensión parte lógicamente de un impulso interno orientado hacia el mundo que resulta frustrado en sus expectativas. Es común establecer en este asunto una única categoría para tal acto y, sin embargo, no todas las búsquedas vitales son iguales. No es lo mismo desear algo que necesitarlo. La necesidad cesa inmediatamente cuando es saciada mientras que el deseo no se colma jamás. Es precisamente en ese "ir más allá" donde me violento yo y violento al otro. Tengo sed, bebo agua y listo. Pero si lo que quiero es que, a toda costa, aquel me preste su atención, la situación pudiera ser muy diferente.

 

Recapitulando, aún cuando quede comprobado que la intención del otro apunta en la dirección de bloquear algo que busco, habría que determinar si esa aspiración personal es verdaderamente tan relevante o necesaria.

 

Finalmente está la cuestión de la Petición. Si ésta se efectúa desde un emplazamiento correcto, es decir, sin exigencia alguna, la naturaleza del impulso que la motiva dará ya un poco lo mismo dado que el receptor queda en completa libertad de aceptarla o no, al presentarse libre de represalias por parte del demandante.

 

En definitiva, la herramienta propiciada por Rosenberg es esencialmente válida con los matices expuestos y quedaría más o menos expresada así: "Cuando actúas... Tengo la impresión de que... Y eso hace que me sienta... Entiendo que te hayas comportado así porque… Lejos de querer comprometerte en modo alguno, tal vez me sentiría mejor si actuases..."

 

Repasemos lo explicado a través del ejemplo concreto con el que venimos trabajando: Habíamos quedado con amigo para ir al cine y, como suele ser muy habitual, llega tarde.

 

Al terminar la película (nunca debemos actuar en caliente) le proponemos ir juntos a tomar un café y ahí le digo lo siguiente:

 

Quería aprovechar esta ocasión para comentarte lo siguiente:

 

Cuando quedamos y llegas tarde (DESCRIPCIÓN), siento como si no me tuvieras en cuenta o, en realidad, no me apreciases (SENSACIÓN). Yo entiendo que andas muy liado últimamente y no das abasto con todo (EMPATÍA) Si ves que quedar conmigo te complica mucho tu agenda, siempre podemos dejarlo para otra ocasión más propicia y, por ello, no debes sentirte obligado siempre a quedar conmigo cuando te lo propongo. Yo valoro mucho nuestra amistad y necesito sentir que me consideras y que te importo de igual manera que tú me importas a mí (NECESIDAD) por lo que te pido que reflexiones sobre lo que te he comentado respecto a no comprometerte más allá de tus posibilidades e intentando en lo sucesivo ser más puntual o, al menos, avisarme cuando veas que te vas a demorar (PETICIÓN)… ¿Te parece bien?

 

 

ALGUNAS CONSIDERACIONES DE ÍNDOLE  PSÍQUICO Y FILOSÓFICO

 

Abordando la cuestión desde una perspectiva de carácter lógico-filosófico hemos de admitir, en un principio, que un análisis demasiado concienzudo nos conduciría a un extenso catálogo de planteamientos posibles ampliamente desarrollados geográfica e históricamente. No obstante, en aras de un interés exclusivamente didáctico-pedagógico nos limitaremos a señalar la existencia de dos formas esenciales de encarar esta cuestión.

 

Ya en la Grecia clásica, Aristóteles lo resuelve formulando el Principio de Identidad mediante el cual algo no puede ser al mismo tiempo otra cosa diferente y menos su contrario u opuesto. En contraposición a esta manera de entender la cuestión, Heráclito afirma que lo opuesto podría constituir en realidad su complemento y no algo totalmente distinto. Avanza un poco más al respecto y cuestiona incluso la existencia misma de algo sin un contrario que lo complete. Pese a la gran influencia que subyace en las dialécticas de autores occidentales tales como Hegel y de manera más explícita en la psicología de Jung, esta lógica de carácter paradojal, sin embargo, se extiende sobre todo por el universo cultural oriental de la mano de Lao Tse y otros, Así, por ejemplo, considerando que el lenguaje es fiel reflejo de la manera de pensar, podemos observar como el ideograma chino de la palabra "crisis" (weiji) se construye con la suma de otros dos; "peligro" (wei) y "oportunidad" (ji). Mientras tanto, el ya mencionado tratamiento aristotélico penetra con firmeza en el psiquismo colectivo de occidente, impregnándolo todo a través de la supremacía adquirida por el método científico.

 

Quizás la mejor manera de ilustrar este tipo de situaciones sea apelar al cuento del sufí persa del siglo XII Muhammed Jalal Al-din Rum, historia a su vez reelaborada por Fromm en una de sus conocidísimas obras.

 

 

"Seis hindúes sabios, inclinados al estudio, quisieron saber qué era un elefante.

 

 Como eran ciegos, decidieron hacerlo mediante el tacto.

 

 El primero en llegar junto al elefante, chocó contra su ancho y duro lomo y dijo: «Ya veo, es como una pared».

 

 El segundo, palpando el colmillo, gritó: «Esto es tan agudo, redondo y liso que el elefante es como una lanza».

 

 El tercero tocó la trompa retorcida y gritó: «¡Dios me libre! El elefante es como una serpiente».

 

 El cuarto extendió su mano hasta la rodilla, palpó en torno y dijo: «Está claro, el elefante, es como un árbol».

 

 El quinto, que casualmente tocó una oreja, exclamó: «Aún el más ciego de los hombres se daría cuenta de que el elefante es como un abanico».

 

 El sexto, quien tocó la oscilante cola acotó: «El elefante es muy parecido a una soga».

 

 Y así, los sabios discutían largo y tendido, cada uno excesivamente terco y violento en su propia opinión."

  

Otro escenario posible susceptible de ser resuelto de un modo similar es el constituido por los equipos multidisciplinares, cada vez más necesarios, dada la especialización creciente en el campo del conocimiento humano.

 

Imaginemos, por ejemplo, que surge la necesidad de establecer si enterrar residuos radiactivos en los domos salinos resulta o no una buena idea.

 

Un geólogo nos ilustrará convenientemente acerca de su origen, estructura y posible evolución futura dada su inestabilidad pero, desconoce en que medida la corrosión de ese medio podría afectar al contenedor de dicho material radiactivo por lo que deberíamos contar además con la opinión de un químico y, por supuesto, de un físico que calcule, a su vez, con precisión la capacidad de aislamiento que una estructura salina como esa posee frente a una emisión radiactiva. Si ampliamos el campo a consideraciones no sólo técnicas o científicas, tal vez necesitemos también un jurista especializado, un ecologista experto en esos temas, un médico... Etc.

 

En la situación descrita queda muy claro que ninguno posee un conocimiento completo del asunto y los diferentes enfoques son todos igualmente válidos y necesarios.

 

La pregunta que surge entonces es la siguiente: ¿En qué se diferencia, en definitiva, un equipo multidisciplinar, como el que hemos explicado, de cualquier otro grupo de personas que necesitan llegar a un acuerdo?

 

Planteando así la cuestión resulta casi obvio advertir que ambas circunstancias se distinguen específicamente en el particular emplazamiento de cada uno de los integrantes. En el caso del equipo multidisciplinar cada miembro sabe, sin ningún género de dudas, que su conocimiento sobre la cuestión a tratar es parcial e igual de importante que el que pudiera aportar cualquier otro participante.

 

Sin embargo, en el supuesto de hallarnos frente a otro tipo de grupo... ¿Acaso dicha situación inicial no sería básicamente similar sólo que, en el fondo, no somos del todo conscientes de ello?..

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Efectivamente, cualquier desavenencia entre dos o más persona puede ser expresada en términos paradojales. Bastará con admitir que ninguna postura por si sola es capaz de expresar, por entero, la enorme complejidad que encierra el concepto mismo de "realidad", en todos sus enfoques posibles, matices y sutilezas. De existir alguien capaz de semejante proeza, deberíamos sentarlo, de inmediato, en el “Museo de Pesas y Medidas de París” entre las vitrinas del kilo y el metro. Así, cuando quisiéramos saber cómo es la “realidad” en sí, bastaría con preguntarle a él.

 

El no considerar esta cuestión previa es la que, entre otros factores, nos impide trabajar en equipo correctamente dado que, lamentablemente, nadie nos educó ni preparó nunca para ello sino para todo lo contrario. El trabajo en equipo es un modo particular de articular las actividades conjuntas de un conjunto humano que implica una interrelación activa entre los integrantes, que comparten y asumen un objetivo común.

 

Técnicamente hablando un grupo no es lo mismo que un equipo. En realidad el equipo suele surgir como evolución progresiva a partir de un grupo inicial. En el caso del grupo, la característica esencial es que, generalmente, todo gira alrededor de un líder, mientras que en el equipo se produce una diferenciación de funciones, homogeneizándose el nivel particular de compromiso orientándose todo hacia una cierta horizontalidad. Que los equipos, y no necesariamente los grupos, pueden llegar a ser más inteligentes que los individuos es algo ya plenamente demostrado. Uno de los más recientes artículos publicados al respecto en la prestigiosa revista Science es el realizado por Thomas Malone, Christopher Chabris y Anita Williams Woolley. En su estudio intentan incluso determinar las cualidades especiales de aquellos equipos que sobresalían sobre otros en efectividad. Las conclusiones fueron que los que contaban con más mujeres en su seno funcionaban de manera más eficaz que aquellos equipos con más hombres como integrantes. Asimismo, los miembros de los equipos destacados obtenían mejor puntuación en una prueba llamada "Leer la mente en la mirada", que establecida hasta qué punto puede una persona hacer deducciones basándose en fotografías de los ojos de otros. Por último, en los equipos más listos, los miembros contribuían de forma más repartida a las discusiones en grupo, en lugar de dejar que las dominaran una o dos personas. Es decir, la diversidad de puntos de vista, que denota la inexistencia de liderazgos claros, y la capacidad empática pudieran ser las claves del asunto.

 

Mientras el trabajo en equipo valora la interacción, la colaboración y la solidaridad entre los miembros, empleando el consenso para llegar a acuerdos y superar así las posibles diferencias, otras dinámicas colectivas sólo dan prioridad al logro de manera individual y, por lo tanto, la competencia, la jerarquía, el individualismo y la división en tareas tan minúsculas que pierden muchas veces el sentido y desmotivan a las personas con resultados poco eficientes.

 

Por el contrario, el trabajo en equipo se caracteriza por la comunicación fluida entre las personas, basada en relaciones de cooperación y de apoyo mutuo. Se centra en un clima de confianza y de apoyo mutuo entre sus integrantes, donde los movimientos son de carácter sinérgico. Se verifica que el todo es mayor al aporte de cada miembro. Todo ello redunda, en última instancia, en la obtención de mejores resultados.

 

Los equipos son un medio para coordinar las habilidades humanas y generar con acuerdo respuestas rápidas a problemas cambiantes y específicos.

 

El término equipo deriva precisamente del vocablo escandinavo skip, que alude a la acción de "equipar un barco". De alguna forma, el concepto evoca al conjunto de personas que realizan juntas una tarea o cumplen una misión. Su uso supone también la existencia de un grupo de personas que se necesitan unas a otras y que se "embarcan" en una tarea común. En síntesis, un equipo está constituido por un conjunto de personas que deben alcanzar un objetivo común mediante acciones realizadas en colaboración.

 

Sin embargo, como venimos advirtiendo, no todo agrupamiento humano implica que se trabaje en equipo. Aun cuando se actúe en el mismo espacio geográfico, se trabaje para el mismo programa o coincidiendo en el mismo tiempo, esto no es suficiente como para afirmar que se está trabajando en equipo. Porque ello implica a un conjunto de personas que están comprometidas con una finalidad común o proyecto que sólo puede lograrse con un trabajo complementario e interdependiente de sus miembros.

 

Es fundamental considerar además que los equipos están integrados por individualidades con sus propias características. Es decir, debe reconocerse que no todos los miembros tienen las mismas competencias, niveles de compromiso, intereses, proyección, etc. Por lo tanto, debe esperarse de los diferentes miembros aportes distintos. Un equipo de trabajo no adquiere un buen desempeño porque se halle integrado por buenos integrantes, sino más bien porque el conjunto de las individualidades logran desarrollar una modalidad de vinculación que genera una red de interacciones capaz de desplegar una dinámica colectiva que supera los aportes diferenciales. Así, en un equipo consolidado, el todo es más que la suma de las partes; su resultado es sustancialmente distinto a la simple sumatoria del producto de cada miembro. En el diálogo entre los miembros de un verdadero equipo no sólo se pueden captar las diferencias, sino también estimular su expresión. Si bien en un entorno de equipo conviene a veces acentuar lo positivo, los acuerdos, las coincidencias, un buen ambiente invitará y posibilitará la manifestación de lo que, inicialmente, se está en desacuerdo.

  

El consenso, por lo tanto, se halla estrechamente ligado al trabajo en equipo. Cuando una organización logra actuar consensuadamente las voluntades de sus miembros se complementan entre sí y se alcanza así el mayor grado de coherencia posible. Se desarrolla un propósito común, una visión compartida que permite aunar los esfuerzos. Superar el espejismo de "sacrificar" cualquier interés personal queda sobradamente recompensado al constatar que la visión integrada del grupo se transforma en una prolongación de las respectivas aspiraciones particulares. Solamente apuntando todos en una misma dirección se logra la máxima optimización de las diferentes singularidades.

 

Considerando lo expuesto, podríamos establecer una serie de premisas necesarias para que un acuerdo pueda efectivamente llevarse a cabo evitando que se convierta en foco de conflicto. Resulta del todo imprescindible, atendiendo a los posibles predialogales, que exista un concierto previo por parte de todos respecto a algunas ideas o principios esenciales.

 

 

1.- PRINCIPIO DE PARCIALIDAD

 

La “verdad” es un concepto difícilmente alcanzable para cualquier conciencia individual. Ninguna opinión personal constituye, en sí misma y por sí sola, la realidad al completo. Toda opinión no es sino una suerte de enfoque parcial o subjetivo de la misma, susceptible de ser complementado y ampliado por otros.

 

 

2-  PRINCIPIO DE EQUIVALENCIA

 

No existen, en sí, opiniones mejores ni peores ya que todas enriquecen y contribuyen a brindar elementos de juicio diversos para alcanzar así la decisión más correcta o la mayor comprensión posible.

 

 

3-  PRINCIPIO DE COMPLEMENTARIEDAD

 

No existen opiniones absolutamente irreconciliables y las aparentes contradicciones manifiestan en todo caso nuestra incapacidad momentánea para establecer las necesarias relaciones que trasciendan las supuestas diferencias. Posiciones que aparentemente son contradictorias e incluso casi paradójicas, en un plano superior resultan ser, en realidad, complementarias.

 

 

Es decir, plantear siempre las divergencias desde una perspectiva dialéctica podría constituir, tal vez, una corta, y a lo peor errónea, simplificación previa de una supuesta aproximación a la “verdad”. Y he aquí un serio escollo a superar a la hora de desarrollar en profundidad la cuestión de la cultura del diálogo y el consenso. Nuestra mente analítica está bien entrenada para diseccionar y desmenuzar la realidad pero encuentra enormes dificultades cuando se trata de relacionar todas esas piezas entre sí y trascender aparentes contradicciones susceptibles de ser resueltas en un plano estructural superior. Existe, de manera muy arraigada en todos nosotros, cierta tendencia a confundir lo que vemos con la "realidad" misma sin comprender que, en el mejor de los casos, aquello que percibimos es tan sólo una ínfima parte de lo que se halla delante.

 

Tal y como señalábamos con anterioridad, los seres humanos son todos diferentes entre sí. Freud afirmaba, al respecto, que la única forma de hallar dos personas que pensasen exactamente igual era que una de ellas pensara por las dos. En función de cómo seamos capaces de asimilar tanta variedad de opiniones, iremos a cada paso enriqueciéndonos con los enfoques ajenos, evolucionando y creciendo como personas o, por el contrario, nos dedicaremos continuamente a enfrentarnos con los demás, replegándonos en nosotros mismos, víctimas de nuestras propias rigideces mentales.

 

Cuando dos o más puntos de vista se manifiestan respecto a una cuestión dada, cabe la posibilidad de que se complementen entre si de un modo simbiótico o, sin embargo y como lamentablemente suele ser habitual, que colisionen unos con otros de manera dialéctica o confrontativa.

 

Sin necesidad de detenernos demasiado en todo ello y considerar ese protagonismo activo que poseemos en la elaboración de lo que conocemos como “realidad”, junto con la probable indisolubilidad del tándem conciencia-mundo que cuestiona hasta su existencia misma independientemente del observador, lo cierto es que ya en una primera aproximación constructivista, mínimamente rigurosa y alejada de simplistas corrientes psicológicas, eso que denominamos “realidad” se nos antoja, cuanto menos, como un complejo poliedro de infinitas caras del cual solamente podemos observar una faceta cada vez. Es a esa síntesis sesgada personal de algún aspecto concreto de la “realidad” lo denominamos “punto de vista”.

 

Los seres humanos somos muy diversos en cuanto a nuestra manera de pensar. Sin embargo y contrariamente a lo que uno podría suponer en un principio, no es esa capacidad, tan humana, de inferir puntos de vista diferentes frente a una misma situación la que origina los conflictos. Enfoques aparentemente contradictorios que rayan incluso en lo paradójico pueden perfectamente coexistir sin que ello genere el más mínimo atisbo de tensión. En el clásico planteamiento de si "la botella está medio llena o medio vacía", nadie sensato afirmaría la validez de una perspectiva sobre la otra. Ninguna persona con cierto sentido común diría que una es más "real", "verdadera" u "objetiva" que la otra. ¿Se imaginan acaso la posibilidad de que dos personas discutan encarecidamente por ver quien posee la razón en una disyuntiva semejante?

 

Sin embargo, examinemos el siguiente relato:

 

"Un día me compré un caballo por 600 € y al rato lo vendí por 700 €. Poco después, en el mismo mercado, volví a comprar ese mismo caballo a otra persona por 800 € y finalmente terminé vendiéndolo por 900 €".

 

¿Cuánto dinero perdí o gané?

 

Haciendo balance de todas las operaciones de compra/venta efectuadas, existiría, en principio, un saldo a mi favor de 200 €. Sin embargo, alguien podría opinar que, de no precipitarme a la hora de vender prematuramente el caballo, hubiera obtenido un beneficio aún mayor, por lo que, en cierto modo, he perdido, como oportunidad, la cantidad de 100 €.

 

En esta ocasión, sin embargo, sí es probable que se generase alguna polémica al respecto

 

¿En qué se diferencia nuestra “historia del caballo” de la anterior cuestión relativa a la botella para que aquí si que pueda existir conflicto? En realidad, lo que en el fondo va a determinar si la "chispa" salta o no va a ser la posible obcecación existente entre ambos contertulios por sostener un único punto de vista (diferente uno respecto del otro) sobre la situación. Nos hallamos, por consiguiente, frente a una cuestión de extremada importancia. El origen del conflicto, por lo tanto, no radica en la diversidad de opiniones en sí, sino en el acto de confundir cualquiera de ellas con la "realidad" misma, negando así la validez de cualquier planteamiento alternativo. Pero sucede que; admitir que nuestros particulares enfoques son parciales frente a una supuesta “realidad” lo suficientemente compleja como para resultar ambigua, nos desorienta de tal modo que nos resistimos con todas nuestras fuerzas, a asumir tal hecho. Muy al contrario, tendemos entonces a conducirnos habitualmente suponiendo que lo que percibimos sólo puede razonarse de un modo único y absoluto. Todo va bien hasta que ello colisiona con maneras distintas de ordenar o estructurar ese conjunto de percepciones con el que nos manejamos para desplazarnos en este curioso mundo.  

 

Si en mitad de una asamblea colocásemos una cartulina con un seis dibujado y preguntásemos de qué número se trata, los distintos miembros responderían, de acuerdo a su ubicación espacial con respecto al mencionado cartel, que es un "nueve" o un "seis". Cualquiera de tales afirmaciones se constituye mediante una perspectiva personal y, mientras está subjetividad resulte evidente, no existirá conflicto alguno.

 

 

 

 

Si cualquiera de los presentes expresase que, dada la posición donde está sentado en relación a como está colocado el papel, observa que la cifra en cuestión es un "seis" o un "nueve" respectivamente, nadie se sentiría menospreciado por sostener, en principio, una postura diferente. Sin embargo, si uno solo de los integrantes de la reunión, transformase su singular enfoque en una objetiva realidad en sí misma y afirmase, por ejemplo, que es absurdo pensar que ese número es otra cosa diferente a un "seis" o un "nueve", según sea el caso, abriría de par en par las puertas de la discordia, caldeando, a buen seguro, los ánimos de los asistentes. En ocasiones nuestra incapacidad de dialogar es tal que todo se atasca y la impaciencia por alcanzar alguna conclusión nos conduce a emplear la “salida de emergencia” zanjando la disputa mediante una votación para determinar así, de una vez por todas, si se considera que es un “seis” o un “nueve”. Todo esto que planteamos aquí tan aparentemente absurdo resulta ser, sin embargo, una manera muy habitual de gestionar nuestras diferencias. Tal vez seamos capaces de apreciar mejor todo esto observando el siguiente dibujo:

 

A la pregunta: ¿En qué consiste ese dibujo?...

 

 

 

 

¿Qué pensaríamos de alguien que afirmase que se trata claramente de cuatro flechas que apuntan hacia adentro? ¿Le diríamos que está cometiendo un grave error? ¿Intentaríamos, tal vez, comprender por qué expresa semejante opinión? ¿Seríamos conscientes en todo momento que afirmar que las flechas apuntan hacia fuera es un mero punto de vista y no la realidad misma? ¿Valoraríamos la posición del otro al mismo nivel que la nuestra? ¿Aguantaríamos la tensión por imponerle al otro nuestra particular perspectiva? ¿Podríamos "modernos la lengua" antes que calificar de estupidez el sostener que las flechas apuntan hacia dentro?

 

¿Cuál sería nuestro comportamiento en tales circunstancias?

 

 

 

                            

 

 

Numerosas personas en tal circunstancia optarán seguramente por no admitir siquiera como posibilidad que las flechas del dibujo apuntan hacia el interior del mismo. Obrar así, tal y como venimos advirtiendo, supone elevar un punto de vista particular a la categoría de realidad misma, iniciando de ese modo una más que probable discusión. En la situación que describimos tal confusión resulta casi inevitable ya que aparentemente sólo existe un enfoque posible. Es decir, minimizar posicionamientos alternativos reduciendo la diversidad de opiniones induce a ese frecuente error, al que reiteradamente estamos haciendo mención, de confundir, lo que en ningún momento deja de ser una impresión estrictamente personal, con la realidad misma.

 

Por consiguiente, omitir o soslayar puntos de vista posibles puede terminar catalizando situaciones conflictivas que impiden un diálogo o intercambio conjunto correcto. Así, cuando alguien manifiesta una opinión que, por el motivo que sea, no resulta del todo evidente o plantea alguna dificultad a la hora de ser asimilada por otros, comienza a producirse cierta unidimensionalidad en la manera de pensar,.

 

El pensamiento único es aquel que se sostiene a sí mismo, constituyendo una unidad lógica independiente sin tener que hacer referencia a otras componentes de un sistema filosófico. Este tipo de pensamiento muchas veces es el resultante del cierre argumental establecido mediante un sutil cerco sociológico impuesto por la clase política dominante y los medios de comunicación de masas. Su discurso está poblado de hipótesis que se autovalidan y que, repetidas incesantemente, al más puro estilo Gebbles, se convierten en mantras axiomáticos. Volvemos aquí a encontrarnos nuevamente con ese error tan frecuente de confundir impresiones particulares, y por extensión subjetivas, con verdades incuestionables. Un determinado ideologema erróneo de tales características es capaz de instalarse en la conciencia colectiva como un auténtico pseudoparadigma impidiendo explorar otras posibilidades. Así, cada uno de nosotros va por ahí, hoy en día, creyendo, con gran simpleza, que la realidad es lo que percibe. Pero a poco que conversemos con otros descubrimos que lo único "real" es que cada cual registra el mundo a su manera. Por consiguiente, resulta extremadamente importante comprender que el modo de entender lo que nos rodea parte de un subjetivo enfoque... Una singular perspectiva... Una suerte de estantería mental donde colocar y ordenar nuestras experiencias... Una especie de gafas estereotipadas a través de las cuales observamos todo lo que nos envuelve e incluso a nosotros mismos. A pesar de la existencia de un sinfín de alternativas a la hora de interpretar el mundo, sucede a veces, sin embargo, que la presión social impone epocalmente una determinada perspectiva. De este modo, el marco filosófico y cultural existente presiona modelando nuestra estructura psicológica, conformando así una cierta forma mental que, a su vez, interviene de una manera decisiva en el quehacer individual y social. Ocurre entonces que la simple asimilación de un contenido concreto, se trate de un registro perceptual o un mero dato informativo, viene condicionada en gran medida por la morfología de la conciencia que lo acomoda.

 

Aunque susceptible de modificación, existe, sin embargo, una suerte de inercia sociológica motivada por un excesivo grado de identificación o apego hacia ese patrón metal colectivo. La inestabilidad que se genera a la hora de plantearse modificar esta suerte de arquetipos psicológicos impide cuestionar los auténticos "cimientos de la mente".

 

Cualquier desarrollo lógico elaborado para afianzar una conclusión concreta precisa de principios básicos obvios o tautológicos que la sostengan. Pero, a veces, nuestra exigua capacidad crítica nos arrastra a confundir argumentos subjetivamente cuestionables con axiomas de carácter universal. Si, por ejemplo, entendemos como una verdad irrefutable el que la violencia posee un origen genético o instintivo, jamás consideraremos cualquier opinión que contemple la posibilidad de irla superando. De hecho, consecuentemente con ello, no podríamos siquiera reprobar dicho comportamiento al ser supuestamente inevitable.

 

Seguramente muchos de ustedes conocen en qué consiste una "huelga a la japonesa", cuál es la única construcción humana que se puede distinguir desde el espacio o el singular epitafio que aparece en la tumba de Groucho Marx. Lo que no todos saben es que, ni en Japón ni en ningún otro lugar del mundo, se ha llevado a cabo jamás una protesta semejante, que no hay manera de ver la muralla china en una foto de satélite y que lo único que aparece en la tumba de Groucho Marx, aparte del nombre y las fechas de nacimiento y defunción, es una estrella de David. Que centenares de mitos o leyendas urbanas recorran el planeta entero gracias a que nos hacemos eco de ellas por no confirmar antes su veracidad, no acarrea serias consecuencias pero que frases lapidarias tales como “”Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades", “Todos... son iguales", "Es utópico pretender cambiar... ", "Siempre ha habido y siempre habrá...", "... es innato  y nunca se podrá cambiar" se fijen como auténticas tautologías impidiendo explorar según que líneas de pensamiento, sí que supone un serio problema al bloquear el libre fluir de las ideas, soslayando y condenando al ostracismo a determinados posicionamientos u opiniones.

 

Resulta en extremo curioso comprobar cómo nada frena tanto la libertad de pensamiento como la autocensura derivada de la acriticidad de nuestros propios prejuicios y supuestos. Intentar resolver el problema eliminando cualquier idea preconcebida no parece ser, de todas formas, una buena solución a tenor de esa imperiosa necesidad de la conciencia por completar carencias, eludiendo cualquier posible vacío, ambigüedad o incertidumbre que la pueda desestabilizar. No obstante lo anterior, nada determina que, por el contrario, debamos aferrarnos a toda opinión previa como si de un auténtico fetiche se tratase. Aquí cabe cierta prudencia asumiendo de antemano la posible falibilidad "a priori" de cualquier planteamiento, estableciendo, de ese modo, una suerte de impermeabilidad selectiva, mediante la copresencia de una duda metódica similar a la que desarrolló filosóficamente Descartes. Sin embargo, solemos emplazarnos, por el contrario, en una actitud de permanente certeza, con respuestas inmediatas para todo y esa situación no resulta ser una buena manera de ubicarnos frente a otros en un intercambio constructivo de ideas y opiniones.

 

En definitiva, no podemos evitar que constantemente surjan creencias y expectativas pero sí es factible flexibilizar todo ese entramado con el fin de que un excesivo apego no genere rigideces que entorpezcan luego la expresión de la diversidad de enfoques necesaria para enriquecer mínimamente cualquier proceso deliberativo conjunto.

 

Cuentan, por ejemplo, que en cierta ocasión una conocida empresa de productos lácteos se vio en serios problemas debido a que algunos cartones de leche llegaban vacíos a los supermercados. Reunidos todos los ingenieros de la fábrica debatían con el jefe acerca de como resolver ese fallo de calidad mediante algún dispositivo mecánico. Uno de los presentes comentó la idea de colocar una pequeña báscula conectada a un brazo mecánico que retirase los envases que pesasen menos de lo debido. Mientras todos asentían convencidos de que la única posible solución iba en esa dirección, el encargado de barrer las instalaciones escuchó accidentalmente el debate y afirmó: “Jefe… Yo con treinta euros lo arreglo". Ante tal manifestación de ingenuidad y simpleza todos rieron y el jefe, extrayendo unos billetes del bolsillo, se los extendió diciendo: "¡Ahí tienes!... ¡Resuelveló!...". El protagonista en cuestión apoyó la escoba contra la pared y salio raudo de las instalaciones, regresando al cabo de unos minutos con un ventilador en la mano. Depositó el artefacto junto a la cinta trasportadora situada antes del empaquetado final y dijo: "Cualquier cartón vacío que pase por delante del ventilador saldrá despedido por la corriente de aire y jamás llegará a las tiendas".

 

Otro buen ejemplo de este tipo de situaciones lo encontramos al recordar como en la Edad Media los “sabios” de entonces afirmaban solemnemente que nada más pesado que el aire podría volar mientras miles de pájaros pasaban por encima de sus cerradas molleras. .

 

Existe además un extendido mito o leyenda urbana que se burla de la gran cantidad de recursos humanos y materiales que la NASA dedicó a desarrollar un bolígrafo que funcionase correctamente en condiciones de ingravidez hasta que observó a los cosmonautas soviéticos escribiendo con lapiceros. Leyenda o realidad, lo cierto es que está historia nos ayuda a comprender en profundidad todo este asunto.

 

Otro ejemplo pero precisamente de lo contrario lo hallamos cuando cierto día en la Universidad de Copenhague, a principios del siglo XX, los alumnos se vieron enfrentados a un complejo examen de física. Una de las preguntas era:

 

 

"¿Cómo se puede determinar la altura de un edificio utilizando un barómetro?"

 

Uno de los estudiantes respondió:

 

"Atando una cuerda al barómetro y luego deslizándolo desde el tejado hasta el suelo. La longitud de la cuerda más la longitud del barómetro será igual a la altura del edificio".

 

No cabe duda de que la respuesta era correcta, por lo que, pese a no convencer con ella a los maestros decidieron, sin embargo, darle otra oportunidad.

 

Durante unos minutos, el estudiante se sentó en silencio abstraído en sus pensamientos, buscando una respuesta que dejara más satisfechos a los profesores.

 

Finalmente, dijo que tenía en mente varias respuestas extremadamente relevantes, pero que no podía decidirse por cuál usar.

 

"Si dejamos caer el barómetro desde lo alto del edificio y medimos el tiempo que tarda en llegar al suelo, podríamos así calcular la altura del edificio ... Pero se rompería barómetro."

 

"Si fuera un día soleado, podríamos determinar la altura del barómetro y el largo de su sombra. Luego, mediríamos la sombra del edificio y, con una simple regla de trigonometría, obtendríamos su altura."

 

"Pero, si en realidad desean ser extremadamente académicos al respecto, podríamos atar una soga al barómetro y comenzar a moverlo como un péndulo, primero al nivel del suelo y luego en el techo del edificio. Su altura será igual a la diferencia de la restauración de la fuerza gravitacional"

 

"Si el edificio tuviera escaleras de emergencia externas, sería más fácil subir por ellas, marcar en la pared su altura en tamaños de barómetro y luego sumar todas las marcas."

 

"Claro que, si lo que buscan es una forma aburrida y ortodoxa de hacerlo, por supuesto, podríamos usar el barómetro para medir la presión del aire arriba y en tierra, y luego convertir la diferencia de milibares a metros."

 

"Pero como constantemente nos están pidiendo que ejercitemos nuestra mente y apliquemos los métodos científicos más sencillos, sin lugar a dudas la mejor opción sería buscar al encargado del edificio y decirle: «Si me dice cuánto mide el edificio, le regalo este barómetro»."

 

 

El estudiante de nuestra historia era Niels Bohr, uno de los exponentes más importantes de la física moderna.

 

Ésta anécdota ilustra como ninguna otra en qué consiste eso del pensamiento lateral, flexible o creativo que constituye la antítesis misma del pensamiento único o unidimensional expuesto anteriormente y es un elemento imprescindible si aspiramos a superar el umbral del conflicto donde parece detenerse toda divergencia, precipitando pobres, cortas y miopes conclusiones. Aproximarse a cualquier intercambio de ideas de una manera poco convencional, desidentificándose con puntos de vista personales o socialmente admitidos, propicia, a su vez, la apertura de inesperadas posibilidades que en un intercambio competitivo y dialéctico difícilmente quedarían expuestas.

 

Estudios realizados demuestran que, a la hora de afrontar la solución de un problema determinado en el seno de una organización, crear grupos diversos resulta ser una estrategia más eficaz que reunir en ellos a las personas supuestamente más inteligentes o mejor preparadas. En vez de eso, se tiende a confiar en los más cualificados en lugar de pensar en qué cualidades o destrezas alternativas puede aportar esa persona respecto de las que ya dispone el grupo. Asegurarse de que el equipo es lo suficientemente diverso ayuda a reducir los “puntos ciegos”, o sea, aquellos aspectos relevantes de un problema que puedan obviarse si la compositiva es excesivamente homogénea. En otras palabras, la diversidad promueve el pensamiento lateral o creativo, ingrediente indispensable si se pretende alcanzar la mejor de las conclusiones posibles.

 

Aunque la mayor parte de las religiones poseen también elementos dualistas en su cuerpo doctrinario, el maniqueísmo ha sido considerado siempre como el referente de esa peculiar y simplista manera de concebir el mundo tan arraigada, lamentablemente, en todos nosotros. Sin entrar en demasiados detalles, el dualismo maniqueo establece la existencia de dos principios contrapuestos, irreconciliables y eternos (el bien y el mal) que luchan entre sí desde el origen de los tiempos. Este arquetipo psíquico suele extenderse a cualquier cuestión y su complemento, considerando a éste último como su contrario u opuesto, eliminando cualquier posibilidad de relación entre ellos para conformar así una visión bipolar de la realidad. Como todos sabemos, entre el “blanco” y el “negro” existirán siempre infinidad de “grises”, alguno de ellos capaz, seguro, de facilitar el necesario acuerdo. Sin embargo, desde la pueril dualidad maniqueísta solo existe mi opinión y su antítesis que la invalida. Ese particular emplazamiento empuja, pues, a la deliberación conjunta hacia un callejón sin aparente salida impidiendo cualquier compromiso mutuo. Esta morfología mental, junto al ya mencionado pensamiento único, son dos nocivas tendencias que dificultan notablemente la complementación de ideas dado que admiten la existencia de posiciones inherentemente enfrentadas y difuminan además todo matiz posible que permita, a su vez, aproximarlas.

 

Independientemente de los motivos que nos conducen a la incomprensión de puntos de vista alternativos, en la base de tal fenómeno siempre hallamos esa tendencia tan frecuente a confundir la parcialidad de nuestra perspectiva con el objeto mismo, elevándola así a la condición de “realidad”, optando por degradar la del otro rebajándola al nivel de mera ilusión. A veces, en un rapto de humildad, nos resignamos a ser menos pretenciosos y nos conformamos con defender que nuestro punto de vista es (como si existiera una escala absoluta para medir tal cosa) más objetivo o veraz. En definitiva, en los intercambios de opiniones casi siempre nos decantarnos por la disputa, admitiendo así las aparentes contradicciones que pudieran surgir, en lugar de asumir el reto que supone trascenderlas. Aunque superficialmente pueda parecer que posiciones diversas se oponen entre si, en realidad siempre se complementan formando parte de algo mucho más complejo. Todas las opiniones constituyen retazos diferentes de un mismo retablo y, gracias a la comunicación y el intercambio mutuo, se abre la posibilidad de reunir cada vez más piezas de ese caprichoso puzzle que conocemos como “realidad”. Es decir: Frente a cualquier opinión ajena diferente debemos intentar siempre asimilarla en profundidad antes que pretender descartarla de antemano al tergiversarla, cubrirla de suposiciones y expectativas, no realizar el más mínimo esfuerzo por entenderla e incluso, a veces, ni siquiera escucharla.

 

Por otro lado, hemos de admitir que buena parte de nuestro aprendizaje se adquiere mediante imitación. Numerosos puntos de vista que creemos propios poseen, en realidad, un origen cultural y son el resultado de nuestra más o menos afortunada educación. Muchas de las respuestas que vertemos al medio se construyen mediante recuerdos extraídos mecánicamente de nuestra memoria.

 

Lo que denominamos "personalidad" no es otra cosa que una especie de armado psicológico dinámico-biográfico que reúne las características básicas adquiridas por una persona. Se trata de un patrón de actitudes y un repertorio conductual, recopilado miméticamente a lo largo de la propia vida y que, dada nuestra notable tendencia a la mecanicidad, suele robustecerse por reiteración, generando en nosotros una cierta ilusión de persistencia o estabilidad. Es tal el grado de identificación con él que creemos que todo nuestro ser se reduce a ese manojo de "personajillos" que hemos aprendido a acomodar en nuestros ámbitos respectivos de relación y así, quien más o quien menos, confunde el "yo me comporto habitualmente así" con "yo soy así".

 

El funcionar mental de la conciencia jamás se detiene y, mantener la atención permanentemente en todo lo que hacemos, supondría un derroche energético que no nos podemos, en modo alguno, permitir. En tal situación los automatismos son, más que necesarios, imprescindibles. ¿Se imaginan si tuviéramos que bombear constantemente nuestra sangre a lo largo de todo nuestro cuerpo de un modo intencional y no mecánico? Desde ese singular enfoque, la “personalidad” resulta ser entonces algo parecido a una compilación de programas específicos en los que se apoya la conciencia para funcionar en modo automático. Gracias a ella nosotros, los pilotos, podemos, si alguna circunstancia lo requiere, reorientar nuestra atención hacia alguna tarea más importante o significativa. Si debemos dirigirnos, por ejemplo, a algún sitio, nos fijaremos principalmente en el itinerario a seguir. Mientras todo eso ocurre, nuestras piernas no paran de moverse y no es necesario, en absoluto, que atendamos a qué músculos hemos de tensar o distender, en cada momento. Muchas de nuestras respuestas al medio son tan complejas que exigen siempre una buena dosis de mecanicidad y tal cosa es factible merced a que poseemos registro o memoria. Sin embargo, somos algo más que un mero compendio de habilidades y datos sucesivamente aprendidos. No somos simplemente un sofisticado androide repleto de rutinas. Sin embargo, con frecuencia nos dejamos llevar por la cómoda y sensual inercia olvidando esta cuestión tan decisiva y trascendental. Es precisamente por esa razón que cuando alguien no está de acuerdo, por ejemplo, con lo que pensamos, de inmediato, nos sentimos como atacados o amenazados “personalmente” y reaccionamos entonces de manera visceral discutiendo y bloqueando irracionalmente toda posibilidad de diálogo. En ocasiones, esa reticencia a cambiar algún elemento de nuestra “personalidad” llega a ser tan intransigente que ni siquiera admitimos la posibilidad de error alguno dado que ello nos conduciría a la necesidad de modificar esa estructura mental. En definitiva, la inmensa mayoría de nuestros posicionamientos forman parte, en realidad, de esa máscara que hemos dado en llamar "personalidad". Tal y como venimos advirtiendo, no podemos desprendernos de ella pero si observarla y estudiarla para, con el preciso distanciamiento, lograr relativizar su influencia. A lo largo de una deliberación todos los enfoques han de ser considerados por igual dado que, en el fondo, ningún punto de vista es más válido que otro. Sin embargo, nuestras respectivas personalidades tienden a cargar emocionalmente aquellos planteamientos acordes con ella con la misma fuerza con que son combatidos esos otros diferentes que son registrados como una amenaza. Ese incremento de subjetividad consecuente puede interferir en ese proceso de lograr un común acuerdo. Por otro lado, el individualismo generalizado en el que nos hemos desarrollado ha acentuado esa suerte de caparazón hasta situarlo como centro de gravedad de la propia existencia. En tal situación, ese "yo" psicológico, que hemos denominado “personalidad”, necesario, a su vez, para que la conciencia mantenga su estructura, adquiere ya tal fortaleza que se hace por completo con el control convirtiéndose en un tirano que diluye por completo nuestra verdadera esencia, transformándose entonces en lo que todos conocemos como "ego".

 

 

EL CONSENSO COMO PARADIGMA ALTERNATIVO EN LAS DINÁMICAS COLECTIVAS

 

Ya el mismísimo Maquiavelo, uno de los primeros pensadores que analizó las dificultades del consenso y que no se caracterizaba precisamente por su fe en la bondad humana, afirmaba, sin embargo, que "la violencia es coerción y el consenso legitimidad".

 

Efectivamente el consenso establece un vínculo de solidaridad social y una reducción de la necesidad de recurrir a la violencia para resolver conflictos y crear orden. Pero sobre todo, propicia un incremento en la eficiencia global del sistema, al no desviar hacia tensiones internas energías que pueden aplicarse a otros fines más importantes.

 

Solamente gracias al consenso, una sociedad es capaz de alcanzar una convivencia en paz. Si los dirigentes no se afanan en generar consensos, los estallidos de violencia son mucho más probables, ya que las minorías que no compartan según que decisiones sentirán que sus derechos no son reconocidos y existirá una mayor tendencia a la confrontación.

 

La antropóloga estadounidense Margaret Mead afirmó: “Nunca dudes que un pequeño grupo de ciudadanos comprometidos puedan cambiar el mundo. De hecho, son los únicos que hasta ahora lo han logrado.”

 

Las minorías, escribió Goethe, son las dueñas de la razón. La historia nos enseña que ninguna causa es apoyada mayoritariamente desde un primer momento. Todo aquello que ha llegado a ser grande alguna vez empezó un buen día siendo pequeño. Por consiguiente, las retaguardias de hoy podrían resultar ser las vanguardias de mañana e impedir su normal desarrollo supondría retrasar el proceso evolutivo social.

 

Los momentos más difíciles por los que ha atravesado la humanidad son precisamente épocas en las que el autoritarismo ha asfixiado cualquier alternativa de cambio deteniendo con ello el reloj histórico.

 

De más está señalar que el único mecanismo de elaboración conjunta capaz de preservar las minorías, reconociendo la importancia que en realidad poseen, es el consenso. El método de la votación mayoritaria supone un auténtico rodillo que homogeneiza las sociedades aplastando toda divergencia y, con ello, la expresión de matices que, sin duda, enriquecerían cualquier acuerdo final.

 

De hecho, la humanidad entera existe gracias a multitud de consensos previos dado que la vida social se articula mediante una infinidad de mínimos acuerdos que todo lo regulan. Casi no nos damos cuenta de ellos porque son tácitos y forman parte de la propia cultura, implícitos en los hábitos sociales, en las formas de vivir y de relacionarse. Pero esos acuerdos adquiridos por los valores, transmitidos y aceptados por la educación y las costumbres no bastan. Se necesitan consensos explícitos y conscientemente buscados y asumidos que vayan tejiendo en el seno de la sociedad una red de relaciones y espacios de participación para articular proyectos abiertos al futuro y con objetivos comunes. Cualquier norma ha de ser refrendada permanentemente, reconvirtiendo las leyes en acuerdos. El futuro será nuestro si aprendemos a constituir consensos cada vez más amplios y diversos, trascendiendo incluso culturas hacia la constitución de una Nación Humana Universal. Pero lograr consensos es una tarea que exige preparación, voluntad y paciencia. Lo que significa entrenamiento, perseverancia y tiempo. Los consensos, si son verdaderos, ni se improvisan, ni se suponen, ni se imponen. Consenso no es simple gregarismo, en el que se juntan las personas como masa. La masificación es lo contrario del consenso y conlleva manipulación y despersonalización. Para cimentar consensos se necesitan personas libres, tolerantes, dialogantes y abiertas. Para la uniformidad se necesita masa, monólogos, cerrar filas y cercar mentes. En esto se diferencia la cultura de masas de la cultura del consenso. Por eso nunca deberíamos confundir el consenso con un mero contrato formal supuestamente validado por siglos de tradición. 

 

De hecho existe en general la sensación de que tantas normas coartan la libertad individual hasta el punto de asfixiarla. Tal vez haya llegado el momento de cambiar leyes por acuerdos.

 

Por consiguiente, el consenso se constituye en una apuesta por entender las relaciones personales en el seno de los conjuntos humanos de un modo diferente. A través de los siglos, la problemática derivada del quehacer colectivo se ha resuelto casi siempre compitiendo unos contra otros. En ese sentido, el consenso se presenta así como una alternativa a ese tradicional sistema basado, esta vez, en la cooperación. Se trata entonces de trascender el conflicto, generado en la discusión, a través del diálogo y complementar entre sí las diferentes opiniones en lugar de confrontarlas, erradicando con ello cualquier vestigio de tensión o violencia. Implantar progresivamente este nuevo enfoque de manera generalizada en cada ámbito de actividad humana tal vez podría suponer un verdadero cambio de sistema social, político y económico.

 

Sin embargo una de las principales dificultades a la hora de desarrollar esta iniciativa reside curiosamente en el hecho de que la mayor parte de la gente cree saber erróneamente en que consiste.

 

El término consenso procede del vocablo latino “consensus” que significa consentimiento.

 

Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, consenso vendría a ser el acuerdo adoptado libremente, es decir con pleno consentimiento, entre todos los integrantes de un determinado grupo.

 

Habitualmente, acotando en exceso su campo semántico, se comete el error de reducir tal concepto a un mero mecanismo de toma de decisión, olvidando que alude también a un proceso de elaboración colectiva sin el cual dicha síntesis conjunta resultaría del todo inalcanzable.

 

En definitiva, no es posible debatir una cuestión de cualquier manera y pretender luego establecer un consenso como colofón final. Hemos de entender el consenso más como una forma de trabajo en equipo basada en el intercambio constructivo de ideas y no en la confrontación de opiniones, tal y como acostumbramos a proceder.

 

El consenso tampoco es un concurso de ocurrencias y, por lo tanto, no consiste en elegir entre A, B o C. Se trata de elaborar, entre todos y a partir de ellas, una nueva y mejor alternativa (D) con los elementos comunes que poseen mas otros añadidos que permitan trascender las aparentes divergencias, aglutinándolas y relacionándolas entre sí.

 

Tal y como comentábamos, hoy se habla con frecuencia de consenso pero no se entiende bien en que consiste. Muchos creen que se trata de un método mediante el cual un grupo de personas discuten entre sí hasta lograr que todos piensen igual. O bien que la estrategia a seguir es que cada uno de ellos vaya cediendo progresivamente en sus pretensiones iniciales con el fin de llegar a un surrealista acuerdo común con el que nadie se sienta del todo cómodo.

 

Desde el emplazamiento mental que subyace en el marco del actual “sistema” no es posible comprender en profundidad lo que el concepto consenso supone o significa. Debemos hacer un pequeño esfuerzo y observarlo ubicados en un modelo social distinto, en donde lo colectivo no emerge a partir de la sumatoria de las confrontaciones individuales.

 

El consenso necesita expresarse en un escenario conjunto solidario en el que todo se resuelve trabajando en equipo y cooperando entre sí. Por eso precisamente su desarrollo progresivo podría acarrear inexorablemente un cambio de paradigma y de ahí la extrema necesidad de impulsarlo dado que nuestra evolución futura podría depender de si somos o no capaces de cambiar la cultura del YO actual por la cultura alternativa del NOSOTROS.

 

Verdaderamente el marco social imperante, poco o en nada favorece la implementación práctica del consenso. De ahí su vocación marginal dadas las enormes dificultades que, hoy en día, entraña su uso de una manera generalizada. Sin embargo, precisamente por esas mismas razones, merece la pena asumir el esfuerzo necesario para que constituya el referente a seguir, al menos, en cualquier elaboración colectiva, para desarrollar, de ese modo, principios fundamentales que cimenten una sociedad más justa, humana y solidaria.

 

El consenso es, esencialmente, un método de trabajo en equipo basado en valores tales como la cooperación, la empatía, la escucha activa, la confianza y el respeto mutuo, la honestidad, la creatividad y la igualdad u horizontalidad.

 

Intentar superar los aparentes inconvenientes que acarea consensuar nuestro quehacer conjunto hasta en lo más cotidiano cobra un gran sentido cuando advertimos que avanzar en esa dirección podría suponer acercarnos a esa sociedad que la inmensa mayoría de nosotros anhelamos. El consenso se convierte así entonces en una herramienta esencial para ir perfeccionando un nuevo modo de relación interpersonal, basado en la cooperación que propicie escenarios sociales cohesionados en lugar de una humanidad en tensión permanente fragmentada por múltiples conflictos de intereses, trascendiendo de ese modo todo tipo de dialécticas generacionales, de clase o de género.

 

En realidad, si nuestras sospechas son ciertas, la implantación progresiva de mecanismos consensuales en las decisiones comunes podría provocar un auténtico seísmo social.

 

En nuestras manos está que determinados conceptos irrumpan o no con fuerza en ese venidero escenario social, cobrando así importancia en la medida en que vayamos siendo capaces de asumir el reto de internalizarlos, y elevarlos definitivamente a la categoría que siempre merecieron ostentar. Una de esas palabras, mensajeras de la esperanza de un futuro mejor es sin lugar a dudas “consenso”.

 

Pese a ello y como venimos advirtiendo, suele ser frecuente circunscribir el consenso a un mero mecanismo de toma de decisión colectiva, obviando así todo un conjunto de prácticas de elaboración conjunta que forman parte de dicho proceso, en el que el acuerdo general final no es sino su expresión última o conclusión. En tal situación resulta muy probable confundir unanimidad con consenso ya que comparten un aparentemente similar destino transitando por senderos completamente diferentes.

 

Como decía Einstein: "Una velada en que todos los presentes estén absolutamente de acuerdo es una velada perdida."

 

La unanimidad no precisa necesariamente de discusión previa. Es más, de producirse ocasionalmente en un intercambio de opiniones, durante un consenso, convendría esquivarlo inicialmente, asumiendo alguien de los presentes el rol de “abogado del diablo” al objeto de abrir el debate, enriqueciéndolo con nuevos puntos de vista y obligando a fortalecer el existente, tal y como acostumbra a hacer el Vaticano, a través de la figura del “promotor fidei” en los procesos de beatificación. [5]

 

Cuando las decisiones conjuntas se plantean en términos de pugna de intereses, siempre existirán "ganadores" y "perdedores". Naturalmente a nadie le gusta perder y es por ello que en tales dinámicas vinculantes de carácter competitivo aparece un factor, que influye notablemente en el resultado final y que en modo alguno tiene que ver con su idoneidad.

 

Se ha demostrado que en esas situaciones existe, por parte de un amplio sector de personas, una clara tendencia a apoyar la opción que, en principio parece más popular, al margen de la opinión particular que cada cual posea al respecto.

 

Es decir, en tales circunstancias, muchos individuos, expectantes ante el incentivo de formar parte del grupo triunfador, suelen asumir ciertos planteamientos por el mero hecho de que un número mayor de personas se espera que los adopten también.

 

Este efecto se emplea, a modo de estrategia y con relativa frecuencia en política, para promover así cambios en la intención de voto como consecuencia de un clima general que designa claramente vencedor a un candidato frente a otro. Ello suele traducirse en tácticas electorales representadas por la publicación oportuna de encuestas, llegando incluso a falsear o exagerar los resultados de las mismas.

 

Otro elemento a considerar, de similares consecuencias a este fenómeno sociológico conocido como "efecto arrastre" (Bandwagon), subyace en la capacidad, nada desdeñable, de coacción tácita que un conjunto de personas posee sobre la opinión de un simple individuo, tal vez debido a ese miedo a estar solo al que apelaba Formm para explicar este tipo de manifestaciones.

 

Experimentos realizados por Solomon Asch en 1951 demostraron significativamente el poder de la conformidad del grupo. El objetivo explícito de dicha investigación era estudiar las condiciones que inducen a los individuos a permanecer independientes o a someterse a las afirmaciones del grupo cuando estas son contrarias incluso a la realidad. Se encontró que aunque en circunstancias normales los participantes daban una respuesta errónea el 1% de las veces, la presencia de la "presión de grupo" causaba que los participantes se dejaran llevar por la opción incorrecta el 36.8% de las ocasiones.

 

En un proceso deliberativo de carácter consensual, todas las opiniones han de ser consideradas por igual, con independencia del apoyo colectivo que reciban en el momento de ser formuladas, concluyendo con un acuerdo generalizado en el que absolutamente todos se sienten incluidos, minimizando así la influencia, tanto del "efecto arrastre" como de cualquier posible "presión de grupo".

 

Aparte de impedir considerar puntos de vista alternativos, una decisión unánime prematura podría evidenciar, en muchas ocasiones, coerción grupal o impaciencia.

 

El objetivo principal del consenso no es la unanimidad sino la unidad. Goethe decía al respecto "No preguntemos si estamos plenamente de acuerdo, sino tan sólo si marchamos juntos por el mismo camino".

 

En ocasiones es frecuente confundir negociación con consenso. Cuando un proceso consensual se lleva a cabo con pulcritud y sin apuro, la conclusión final que aflora, la mayor parte de las veces, ni siquiera se intuía en un principio, apareciendo soluciones imprevistas o creativas, al yuxtaponer ideas disímiles no defendidas inicialmente por ningún miembro concreto del grupo.

 

Este hecho colisiona frontalmente con la falsa creencia de que el consenso se logra a base de ceder de manera equidistante en las pretensiones personales por imponer nuestros propios puntos de vista como si de una suerte de regateo “egoideológico” [6] se tratase.

 

Por supuesto que una excesiva identificación con enfoques estrictamente personales entorpece el normal desarrollo del consenso.

 

Sin embargo, el consenso es algo más que una simple negociación colectiva ya que se desarrolla a partir de un acto conjunto de cooperación y no mediante una lucha de intereses o puntos de vista particulares.

 

Todos hemos oído hablar del Consenso de la Transición Democrática en España. En realidad se trató de una negociación en la que unos cedíeron ante la pretensión de legalizar el Partido Comunista a cambio de que éste abandonase su tradicional reivindicación republicana.

 

Tal vez, la mejor manera de distinguir ambos procesos sea apelar al registro o sensación que a uno le queda al final. Si en vez de entusiasmo o fuerza, sentimos resignación, es claro que hemos asistido a una negociación y no a un consenso.

 

En lo relativo al consenso, muchas veces se habla también de fijar el nivel porcentual del mismo presuponiendo que será imposible alcanzar un posicionamiento común completo.

 

Un acuerdo del 80% o 90% no es sino una mayoría cualificada y en ningún caso un consenso ya que, por definición, éste nunca puede ser parcial.

 

Se suele apelar a la fórmula incongruente del consenso imperfecto cuando subyace la sospecha de que un sector minoritario pudiera poseer la intención de bloquear cualquier acuerdo posible. Esto se conoce como la “paranoia del saboteador” y si tal fuese el caso, se debería entonces reconocer, con absoluta honestidad, que no existe aún, en el seno del grupo en cuestión, la suficiente confianza ni la adecuada actitud conjunta como para desarrollar procesos consensuales.

 

En cualquier caso, cabe destacar, además, que el veto no puede, en ningún caso, poseer un carácter incondicional sino siempre motivado y abierto al acuerdo. No obstante, hemos de tener cuidado con no confundir disensos reiterados e irracionales con legítimas discrepancias que aspiran a ser resueltas.

 

La práctica del consenso puede también conducir a cierta dinámica patológica cuando se produce cierto desaliento a la hora de expresar opiniones contrarias que pudieran quebrar un inminente acuerdo al parecer asumido ya mayoritariamente. Esto puede llevar a una situación conocida como “conformismo grupal” en la que cada participante cree que cierta estrategia es mala, pero nadie esta dispuesto a expresarlo abiertamente porque tiene la impresión errónea que los demás miembros del grupo la apoya.

 

Si existe la necesaria férrea voluntad conjunta de superarlas, las diferencias, lejos de romper la unidad del grupo, la fortalecen. En definitiva, tal vez dialogar colectivamente sobre como superar las dificultades que se presentan resulte más útil que pervertir el método acomodándolo al nivel de inmadurez existente, sobre todo porque ello denota además una manifiesta incapacidad para trabajar en equipo que, de no resolverse, comprometerá a futuro la dinámica colectiva. La confusión entre mayorías amplias y consensos radica en suponer que la práctica democrática es, de alguna manera, una aproximación al consenso cuando en realidad constituye su verdadera antítesis al partir de una confrontación entre partes.

 

No existe mejor manera de asesinar una deliberación que someterla al dictamen de la mayoría. Por supuesto que en un proceso consensual se vota pero solamente para sondear el grado de aceptación de una determinada propuesta y jamás para adoptar una decisión final al respecto.

  

 

LA CIENCIA DE LA COOPERACIÓN

 

Considerando lo expuesto, cabe la posibilidad de estudiar matemáticamente las diferentes situaciones relacionadas con las dinámicas colectivas aplicando la Teoría de Juegos. En ese sentido convendría primero exponer el conocidísimo experimento mental o teórico denominado “Dilema del Prisionero”.

 

El planteamiento podría ajustarse a lo siguiente:

 

La policía arresta a dos sospechosos pero no existen pruebas suficientes para condenarlos. Tras haberlos aislado mutuamente, el fiscal visita a cada uno de ellos ofreciéndoles el mismo trato. Si uno confiesa y su cómplice no, el cómplice será condenado a la pena total de diez años, y el primero será liberado..Si ambos confiesan, los dos serán condenados a seis años, pero si ambos lo niegan, todo lo que podrán hacer será encerrarlos durante seis meses por un cargo menor.

 

Así, esquemáticamente podríamos extraer lo que, en Teoría de Juegos, se denomina “matriz de pagos” y la situación sería la que se expresa a continuación:

 

 

 

Tú confiesas

Tú lo niegas

Él confiesa

Ambos son condenados a 6 años.

Él sale libre

Tú eres condenado a 10 años.

Él lo niega

Él es condenado a 10 años

Tú sales libre.

Ambos son condenados a 6 meses.

 

 

Valorando que nuestro cómplice podría confesar o, por el contrario, negar los hechos, desde una perspectiva estrictamente individualista, confesar es lo que más nos convendría. Si el otro confiesa, lo mejor que podemos hacer es confesar también y si lo niega, confesar sigue siendo nuestra mejor opción. Esta mediocre solución nos conduce a lo que se conoce en Teoría de Juegos como “Equilibrio de Nash”. No obstante, existiría una posibilidad alternativa y más beneficiosa, incluso desde un punto de vista totalmente egoísta, que conllevaría, sin embargo, que ambos colaborasen entre sí negando los hechos. A esta otra variación se la conoce como la “Eficiencia de Pareto”. El que el juego culmine de una u otra forma va a depender básicamente del grado de confianza mutua, lo que está relacionado, a su vez, con nuestras creencias, prejuicios, valores, principios y sobre todo con la solidez del vínculo existente entre ambos cómplices. Porque la desconfianza, en realidad funciona como una auténtica “profecía de autocumplimiento”. Frente al dilema en cuestión, nosotros, en principio, no deseamos traicionar a nuestro compinche, pero finalmente solemos hacerlo ante la posibilidad de que él si lo haga. Así, al extenderse la idea de que el ser humano posee una cierta “naturaleza” egoísta junto con ese otro absurdo concepto darwinista, sueño húmedo del neoliberalismo, de que la competencia es un sistema mucho más productivo que la colaboración mutua, todos acabamos salvaguardando nuestras particulares necesidades, por encima incluso del interés común, al considerar que se encuentran permanente amenazadas por las de los demás, validando así la hipótesis inicial mediante un irracional bucle pseudológico.  

 

En lo que respecta a la existencia de un supuesto instinto egoísta, Kohn demuestra, sin embargo, como este comportamiento, para múltiples culturas y sociedades actuales resulta ser completamente desconocido o, en todo caso, se evita al fomentar, en todo momento, la cooperación. Ejemplos de todo ello son los pueblos indígenas americanos, como los Zuñi, los Iroquois, los inuit, y en algunos grupos indígenas africanos, como los BaTonga de los Bantú.

 

Sobre la falacia de considerar más eficaz la competición que la cooperación, David W. Johnson y Roger Johnson la desmienten en sucesivos análisis desarrollados a partir de 122 estudios realizados entre 1924 y 1980 acerca de los logros que conseguían los alumnos en una determinada clase. En 75 de estos trabajos encontraron que la cooperación daba mejores resultados a los alumnos que la practicaban frente a aquellos que practicaban la competencia, y en 36 que, tanto la cooperación como la competencia, daban resultado equivalentes.

 

En lo relativo al “Dilema del Prisionero”, Menusch Khadjavi y Andreas Lange,, economistas de la universidad de Hamburgo, llevaron a la práctica ese experimento con un grupo de internas de la prisión para mujeres de Lower Saxony y con otro grupo de estudiantes universitarios. Las prisioneras se mostraron mucho más proclives a colaborar, cooperando en el 56% de los casos; en comparación con los estudiantes que cooperaron en un 37%. Probablemente tales diferencias tengan mucho que ver con la existencia de un cierto código tácito de carácter ético por parte de las reclusas con respecto a delatar o no a otra compañera, mientras que los estudiantes se enfrentaban a la disyuntiva con planteamientos exclusivamente estratégicos. Sea como fuere, elementos de tipo moral, estrechas afinidades o simplemente no dar pábulo a ideas infundadas, instaladas sin embargo en la sociedad actual, pueden incrementar ampliamente el porcentaje de las respuestas cooperativas hasta desequilibrar la balanza hacia soluciones más próximas al “Optimo de Pareto”, en detrimento del “Equilibrio de Nash”

 

El caso que nos ocupa, puede perfectamente extrapolarse a un juego del tipo “suma no nula” y, en función de las diferentes estrategias desarrolladas por cada uno de los individuos que conforman el grupo, es factible presentar el siguiente esquema a modo de “matriz de pagos”:

 

 

Presuponiendo igualmente un comportamiento lógico, existiría también un “Equilibrio de Nash” determinado por la metodología conjunta de la negociación y un “Óptimo de Pareto” identificado por el acuerdo consensuado.

 

Lo primero que llama poderosamente la atención es que, curiosamente, cuando nos enfrentamos a la encrucijada de seleccionar la mejor estrategia para adoptar una decisión conjunta, haciendo un verdadero alarde de irracionalidad, nos decantamos generalmente por la votación. Es como si en el caso del “Dilema del Prisionero” eligiésemos zanjar la cuestión tirando una moneda al aire para ver quien delata a quién. Si, tal y como hemos advertido anteriormente, lo conveniente es decidir entre el “Equilibrio de Nash” o el “Eficiente de Pareto” en función del grado de confianza existente y se supone que el ámbito objeto de tal elección es un equipo fuertemente cohesionado cuyo interés se orienta claramente hacia el bien común, no nos quedará más remedio que asumir el consenso como la manera más adecuada de conducirse colectivamente en tales circunstancias. Es más, albergar algún tipo de reserva en ese sentido nos obligaría a reconocer que el nivel de confianza mutua adquirido, en el seno del grupo, no es el adecuado ¿Se asociarían ustedes con gente de dudosa lealtad a los objetivos comunes, sospechosa de conducirse exclusivamente por intereses particulares? Pues precisamente para prevenir que tal cosa suceda, la mejor vacuna es decidirlo todo mediante consenso que es donde naufragan los egoísmos y lo único que sobrevive es el bien común o, en caso contrario, asuman entonces la cruda realidad de no constituir equipo alguno más allá de ser un mero agregado de individuos movidos por íntimos y oscuros deseos personales. Pero en ese caso, traten de mantener algo de cordura, al menos, e intenten negociar. 

 

 

OBJECCIONES FRECUENTES A EMPLEAR EL CONSENSO DE MANERA GENERALIZADA

 

Ninguna persona mínimamente razonable se atrevería a cuestionar la idea de que la mejor decisión colectiva es la que se adopta por consenso. Solo así se garantiza que todas las opiniones sean tomadas en cuenta y que todos los integrantes del equipo actúen libremente y sin presión alguna, fomentando así la cohesión del grupo y favoreciendo la puesta en práctica de los acuerdos asumidos, dado el alto grado de identificación existente con ellos por parte de todos.

 

Curiosamente las mayores reservas a desarrollar este método se centran en cuestiones ajenas a él. Se suele afirmar: "Es muy difícil que un grupo de personas piense de la misma forma'". En realidad la práctica del consenso se apoya precisamente en la diversidad y no, como suele suponerse, en la homogeneidad o uniformidad.

 

Por consiguiente, las únicas críticas serias al respecto suelen referirse a las dificultades que conlleva su práctica y, colateralmente, al tiempo a emplear en su desarrollo. Ambas cuestiones lógicamente se relacionan entre sí y derivan a su vez de una simple falta de hábito o costumbre.

 

Tal y como venimos comentando, nuestros nocivos hábitos psicológicos (afirmación, personalismo, tendencia a diferenciar más que a relacionar... Etc.) adquiridos durante años en el seno de un sistema caracterizado por la confrontación favorecen otros procedimientos para resolver lo colectivo a sabiendas de que constituyen métodos cuyo resultado obviamente es peor. Desaconsejar el consenso en tales circunstancias es como tratar de defender que es mejor hacerlo regular que hacerlo bien sólo porque resulta más sencillo.

 

Algunos otros sostienen, amparándose en el factor tiempo, que el consenso no sirve cuando la decisión exige cierta inmediatez. Pero la conclusión que cabría extraer en tales casos se refiere más a una ausencia total de previsión que a una incapacidad inherente del método. Es claro que en mitad de un incendio no es una buena idea celebrar una asamblea para consensuar como se va a realizar la evacuación. No obstante, cabe preguntarse por la inexistencia previa de un plan de actuación en caso de emergencia y si tal protocolo no sería mejor consensuarlo que imponerlo. En realidad, si no es posible pensar, la improvisación es la única solución posible pero nadie propondría semejante método para tomar decisiones más allá de considerarlo como un mal menor, dadas las particulares circunstancias que derivan siempre de una manifiesta incapacidad de anticipación. En definitiva, si el consenso requiere paciencia, dada nuestra escasa destreza; ¿Por qué no brindárselo teniendo en cuenta sus enormes beneficios?

 

Hay quienes afirman que el consenso como método solamente resulta viable en grupos de reducido tamaño. Probablemente ésta constituya la objeción más seria que esgrimen sus detractores frente a la posibilidad de emplearlo de forma generalizada.

 

Existiría una posible solución al problema de construir consensos con grandes números y, tal vez, escenificarla mediante un ejemplo resulte ser lo más didáctico. Para ello, recurriremos a un cuento de Tolstoy en el que basaremos la siguiente historia

 

“En el centro de un bonito pueblo existía una enorme roca, de origen meteorítico. A medida que el pueblo crecía, la piedra se iba convirtiendo cada vez más en un estorbo. Cierto día el alcalde decidió que ya era hora de deshacerse de ella. La última riada acaecida había erosionado la base tanto que su estabilidad estaba además en entredicho y cuanto menos había que fragmentarla, Varios ingenieros estudiaron la cuestión y propusieron, o bien construir un sistema especial de grúas que arrastraran la piedra, lo que costaría 50.000 euros, o trocearla primero con explosiones controladas de baja potencia, lo que reduciría el costo a 40.000 euros pero con la contrapartida del ruido, que ocasionaría cierta molestia en el seno del vecindario. No obstante, el alcalde se decantó finalmente por esa posibilidad.

 

Sin embargo, como el edil en cuestión era muy democrático, decidió informar previamente a sus conciudadanos sobre el coste que ello supondría y convocar, acto seguido, un referéndum para que, entre todos los vecinos, se decidiera qué hacer al respecto. Se colocó una urna en la plaza del pueblo y la gente acudió el día señalado para escoger una de las dos papeletas. En los días previos a la consulta se habían producido, no obstante, muchas discusiones y el asunto de la roca había generado una agria polémica, dividiendo un pueblo donde hasta ese momento reinaba la armonía.

 

El resultado fue el siguiente:

 

SÍ = 53%

NO = 47%

 

Nuestro protagonista bien podría haber procedido de acuerdo a lo previsto y ejecutar la demolición de la susodicha roca y posterior transporte, eliminándola definitivamente, con el consecuente disgusto de casi la mitad de la población. Al fin y al cabo, ésto es lo que habitualmente sucede cuando, por lo menos, se considera la opinión de la gente. Sin embargo, cabía también la posibilidad de avanzar un poco más en el asunto ya que el Ayuntamiento en cuestión dispuso en su momento el desarrollo de una aplicación telemática que permitiera el voto electrónico para todos los residentes desde su teléfono móvil. De esa manera, se le preguntó a los que se oponían a la demolición de la roca (47%) acerca de los motivos que sostenían su disidencia, arrojando el siguiente balance:

 

o       Sería mejor cavar un hoyo junto a ella y, con un simple empujón, enterrarla porque, de ese modo saldría mucho más barato. (18%)

 

o       Podríamos trocearla entre todos, poco a poco, y así no sólo no nos supondría un gasto deshacernos de ella, sino que, tal vez, obtendríamos cierto beneficio subastando los trozos ante aquellos que desean adquirirlos como recuerdo. (13%)

 

o       No estoy de acuerdo con eliminar la roca porque le da una identidad singular al pueblo. En todo caso, si estorba, podríamos construir una rotonda ajardinada alrededor. (10%)

 

o       Considero que sería mejor pedirle al artista del pueblo que la esculpa convirtiéndola en una estatua. (4%)

 

o       Estoy en contra porque se podría aprovechar para construir un rocódromo y promover así la práctica deportiva del alpinismo. (3%)

 

Frente a ese resultado, el alcalde gratamente sorprendido consideró que había sido todo un acierto realizar esa nueva consulta ya que los ingenieros, inmersos siempre en poleas y engranajes, no habían considerado la alternativa más barata de enterrarla. Al incrementar el número de cabezas pensantes implicadas en la búsqueda de una solución, había comenzado a movilizar eso que se conoce como "inteligencia colectiva". Si se detuviese aquí ya, por lo menos, se habrían ahorrado todos una cantidad considerable de dinero. Pero podría suceder también que muchos de los que abogaban por eliminar la roca, al igual que les ocurrió a los ingenieros, no hubiesen tenido en cuenta las alternativas planteadas frente a su demolición y que, el hecho de conocerlas, les podría haber conducido a un cambio de opinión. Por consiguiente, nuestro alcalde pensó que resultaría quizás interesante volver a consultar al pueblo pero, en esta ocasión, planteándoles todas las alternativas expuestas.

 

El resultado fue el que a continuación presentamos:

 

o       Considero que sería mejor pedirle al artista del pueblo que la esculpa convirtiéndola en una estatua. (21%)

 

o       Estoy en contra porque se podría aprovechar para construir un rocódromo y promover así la práctica deportiva del alpinismo. (21%)

 

o       No estoy de acuerdo con eliminar la roca porque le da una identidad singular al pueblo.  En todo caso, si estorba, podríamos construir una rotonda ajardinada alrededor. (19%)

 

o       Sería mejor cavar un hoyo junto a ella y, con un simple empujón, enterrarla porque, de ese modo saldría mucho más barato. (18%)

 

o       Podríamos trocearla entre todos, poco a poco, y así no sólo no nos supondría un gasto deshacernos de ella, sino que, tal vez, obtendríamos cierto beneficio subastando los trozos ante aquellos que desean adquirirlos como recuerdo. (15%)

 

o       Demoler la roca y posteriormente transportar los restos (6%)

 

Tras el escrutinio, nuestro alcalde se sintió esta vez profundamente desorientado. Al incrementar las opciones se había producido una dispersión del voto de modo que ninguna destacaba lo suficiente como para imponerla legítimamente. Para complicar aún más la situación, los que desean ahora eliminar la roca se hallan en minoría y tratar de resolverlo con una segunda vuelta, contando con las dos propuestas más votadas no resultaría nada justo teniendo en cuenta la escasa distancia con respecto a la tercera opción. Tal vez, tanta consulta no había resultado, después de todo, una idea tan brillante.

 

Nuestro pobre alcalde se acostó esa noche en medio de una gran agitación y soñó con una figura de piedra que trepaba por un muro en mitad del tráfico mientras la cacofónica voz de un subastero se escuchaba de fondo. Al despertar se dio cuenta de que todo lo veía de un modo nuevo y lo que antes resultaba contradictorio ahora parecía complementario e integrador. Presto se dirigió a la aplicación telemática del municipio y propuso lo siguiente:

 

Hablemos con el artista del pueblo para que esculpa una estatua por un lado de la roca y por el otro construiremos un rocódromo. Para evitar que estorbe y minimizar así un posible impacto urbanístico, ubicaremos ese conjunto dentro de una rotonda ajardinada y, finalmente, subastaremos los trozos que le sobren al escultor para, con el dinero recaudado, financiar toda la obra.

 

Como la inmensa mayoría de los que se oponían a otorgar alguna funcionalidad a la roca estaban en contra por razones estrictamente económicas, la aprobación de la propuesta resultó prácticamente unánime y la armonía regresó a esa localidad".

 

Si en lugar de un cuento, el presente relato fuera una fábula, tal vez habría que extraer alguna interesante y aleccionadora moraleja.

 

En cualquier caso, el sondeo reiterado, retroalimentado por los argumentos disidentes, complementándolos entre sí en vez de confrontarlos, abre la posibilidad, tal vez, de unir la esencia del consenso con la inmediatez que proporcionan las nuevas tecnologías a la hora de preguntar a grandes conjuntos humanos.

 

Pero sea cual sea la fórmula concreta a emplear intentando conciliar ambos intereses, las votaciones deben de constituir siempre mecanismos de sondeo o consulta y nunca se han de establecer como una suerte de ruleta vinculante.

 

A tenor de la enorme resistencia existente en general a la hora de asumir el consenso como metodología habitual, cabe la posibilidad de irla introduciendo progresivamente en la toma de decisiones con censos muy amplios. La estrategia consistiría en añadir, dentro de las distintas posibilidades de voto, una opción que constituya una propuesta de consenso en sí. Un equipo de facilitación podría elaborar esa alternativa previamente e incluirla luego en el formulario definitivo, siendo así factible su elección por una inmensa mayoría.

 

Por ejemplo, si planteamos si deberíamos prohibir o no las corridas de toros, lo habitual, dada nuestra vocación binaria o maniquea, seria encontrarnos con una papeleta con un "si" y otra con un "no". Sin embargo, si un grupo de personas con ciertas habilidades a la hora de trabajar con el método del consenso, debatiesen con anterioridad esta cuestión, bien podrían llegar al acuerdo de permitirlas siempre que no se le cause al toro ningún daño o lesión física. Al incluir esta propuesta, como una opción más, es más que probable que resultase elegida por la mayoría. De ese modo habríamos evitado esa típica polarización y consecuente fractura en el seno del grupo tan característica de las votaciones que suele generar, a medio o largo plazo, tensión y descohesión.

 

Otra crítica que suele esgrimirse contra la metodología del consenso es la relativa a que el exceso de horizontalidad genera caos organizativo. Normalmente las organizaciones carecen, en general, de ámbitos de deliberación conjunta porque las decisiones suelen ser tomadas de manera individual por el directivo que asume la responsabilidad de adoptarlas. La coordinación se logra entonces mediante cadenas de mando que transmiten las órdenes hacia abajo según la estructura jerárquico-piramidal preestablecida. Sin embargo, la tendencia actual va imponiendo la necesidad paulatina de flexibilizar los liderazgos y, por consiguiente, de empezar a crear equipos de trabajo, en el seno de las organizaciones, con cada vez más autonomía y capacidad decisoria. En tales circunstancias, si se aspira a proceder en ellos de forma consensual, la horizontalidad se convierte en un requisito absolutamente ineludible. El consenso se produce siempre entre iguales. Otra cosa bien diferente es trasladar esa necesaria nivelación, propia del quehacer asambleario, a la totalidad de la organización. Cualquier asociación que alcance cierta envergadura será incapaz de mantener una orgánica sencilla y se verá enfrentada a la inexorable necesidad de establecer diferentes funciones y niveles en lo que a actividad se refiere si se pretende un mínimo de eficacia.

 

Se suele asociar, por lo tanto, la práctica consensual con la horizontalidad completa de las estructuras colectivas al confundir áreas deliberativas, donde sí resulta imprescindible, con sectores organizativos que demandan una complejidad creciente.

 

Esta idea parte de una reacción visceral contra la sociedad jerarquizada y elitista en la que estamos inmersos y contra el habitual control sobre nuestras vidas que aquella suele conferir a otros,

 

Sin embargo, la idea de la horizontalidad a ultranza puede pasar de ser una sana preocupación por evitar posibles perversiones a convertirse en un estereotipo instalado por mero populismo y sin la menor autocrítica.

 

Si bien en una etapa inicial, donde la preocupación general del grupo se centra principalmente en la toma de conciencia, esta cuestión carece de importancia. En un momento posterior, sin embargo, cuando se advierte la necesidad de actuar con mayor precisión, ello opera como freno ante la ciega creencia de que cualquier otra forma organizativa no puede ser más que opresiva.

 

Todo movimiento que aspire a expandirse más allá de etapas elementales, coyunturales y locales de desarrollo deberá abandonar algunos de sus prejuicios organizativos.

 

En realidad la mejor vacuna contra la manipulación no es la horizontalidad sino la estructuración con cierta monitorización. Es decir, la verticalidad llega, en algún momento, a ser imprescindible, pero no necesariamente ha de funcionar de manera descendente.

 

La clave está en exigir a las personas, en quienes se ha delegado alguna función, que respondan permanentemente ante aquellas que los han elegido. De esta forma el grupo posee siempre el control y la última palabra sobre cómo se ha de gestionar la confianza depositada. Es decir, una verticalidad consensual y ascendente.

 

 

OBJETIVIDAD, COHERENCIA, DESARROLLO PERSONAL, INTELIGENCIA EMOCIONAL Y CONSENSO

 

Una relativa medida, común y tácitamente admitida, de la validez de un planteamiento determinado es su grado de objetividad. Pero sucede que todo juicio se emite desde alguna conciencia singular y por lo tanto subjetiva. Nuestras opiniones poseen una importante carga personal y una amplitud finita. Se trata, por lo tanto, de enfoques parciales e incompletos. A escala individual, asumiendo la desorientación consecuente de renunciar a referentes absolutos, tal vez nos baste, pero en la esfera colectiva necesitamos muchas veces llegar a acuerdos. ¿Cómo trascender nuestras subjetividades a la hora de establecer posicionamientos conjuntos válidos? Individualmente resulta complicado pero si admitimos, tal y como defienden las modernas escuelas de psicología social, que la intersubjetividad es un método adecuado de aproximación a la objetividad, [7] la práctica del consenso supone una más que viable posibilidad de acercamiento a esa objetividad requerida para validar cualquier postura, destilándola previamente mediante ese procedimiento conjunto. 

 

Otra manera bastante aceptada de determinar la supuesta solidez de una afirmación concreta consiste, precisamente, en evaluar su grado de coherencia o consistencia en el seno de una estructura lógica más amplia y general. Según esta norma, si un planteamiento, en otras circunstancias, entra en contradicción consigo mismo o con otro, previamente aceptado, es susceptible de ser modificado. Considerar "falso" un determinado argumento cuando presenta incongruencias manifiestas es un modo de proceder muy habitual. Ésta sería una coherencia estrictamente lógica y en realidad no deja de ser un planteamiento singular del mismo concepto de objetividad analizado anteriormente. En ese sentido, universalidad y objetividad son términos convergentes, en la medida en que ambos van trascendiendo lo meramente coyuntural adquiriendo validez más allá de cualquier particular circunstancia. Del mismo modo en que la intersubjetividad inherente al consenso propiciaba un acercamiento adecuado, como método, a la "realidad", ese sondeo tácito que se produce al contrastar cualquier idea con numerosos puntos de vista, propio del quehacer consensual, nos la va globalizando con idéntico resultado.

 

No obstante, considerando también ésta, existe otro tipo de coherencia de carácter íntimo. Es decir, los posibles puntos de vista no se hallan en individuos diferentes sino todos en uno mismo. Tales contradicciones se plantearían no en relación a otros juicios con los que contrastarlos, sino con respecto al comportamiento unitivo o no de uno en el mundo. Constatamos, a veces, la existencia de un conflicto al respecto a tenor del consecuente registro de tensión que inexorablemente nos acompaña en tal circunstancia. Ello pone de manifiesto la existencia de fuerzas contrapuestas. Tal presión se origina cuando, de manera incongruente, una parte de mi "tira" en una dirección pero otra me empuja en sentido contrario. Siento, por ejemplo, que quiero hacer aquello pero, a la vez, pienso o creo que me resultará imposible o que no debería hacerlo y, en cambio no puedo dejar de hacer eso otro que sé que me perjudica seriamente. Defiendo o hago cosas, a veces, apoyándome en ideas que, en el fondo, no siento, dejándome llevar por lo que otros pudieran pensar acerca de mí. En otras ocasiones, me obsesiono tanto con algún objetivo que desatiendo todo lo demás, fuerzo la amistad de otros chantajeándolos emocionalmente o me sacrifico yo mismo y dejo de disfrutar de aquello que tanto me gustaba hacer. Otras veces, sin embargo, intento eludir alguna incómoda responsabilidad postergando una respuesta por mi parte, mientras la situación se complica, o bien actúo impulsivamente y sin pensar en las consecuencias, buscando una salida rápida de allí.

 

Mucho antes de que Daniel Goleman pusiese de moda éste concepto, han existido, a lo largo de la historia muchos otros pensadores que han advertido la importancia de este hecho y, en contraposición a las contradictorias propuestas de Hume y Kant[8], ya Confucio acuñó aquella inmortal cita de "Debes tener siempre fría la cabeza, caliente el corazón y larga la mano". También Khalil Gibran, apelando a la poética metáfora del velero nos habló de la necesidad de complementar los vientos de la pasión con el timón de la razón. Mario Luís Rodríguez Cobos (Silo), incluso, elevó la cuestión de la coherencia; "Pensar, sentir y actuar en la misma dirección", a la categoría de fundamento mismo de cualquier ética válida. Redundando en todo lo dicho hasta ahora, la contradicción genera además, lógicamente, tensión y violencia en nosotros mismos igual que la ausencia de consenso las reproduce, operando de un modo similar, a escala social. Ambas esferas están estrechamente relacionadas y difícilmente conciliaremos nuestra particular manera de ver las cosas con los demás si ni tan siquiera somos capaces de lograrlo antes en cada uno de nosotros. La práctica del diálogo y el consenso supone, sin embargo, un decisivo avance en esa dirección porque nos compromete, sin remedio, en una profunda transformación personal que sutilmente nos impele a contemplar todos estos asuntos de un modo nuevo. A primera vista todo lo explicado acerca del consenso parece circunscribir su práctica al ámbito del activismo social. No obstante, su ejercicio implica un cambio en el modo habitual que tenemos de relacionarnos unos con otros. Se requiere una actitud diferente más comunicativa, abierta al diálogo y una mayor consideración hacia nuestro interlocutor. Si le ponemos interés y somos capaces de mantener la atención necesaria conduciéndonos del modo descrito en entornos más cercanos, advertiremos, sin duda, una mayor armonía en nuestras relaciones interpersonales al minimizar la tensión y el conflicto frecuente en cualquier contraste cotidiano de opiniones. Por otro lado, si venimos advirtiendo que la práctica del consenso implica necesariamente un cambio profundo en la actitud personal, no resultaría en absoluto coherente emplazarnos de ese modo exclusivamente en situaciones de deliberación grupal conjunta. Ese nuevo estilo de relación con otros que propicia y demanda el consenso, de ser auténtica, se ha de manifestar consecuentemente en la totalidad de nuestro medio inmediato y no solamente en una parte concreta de él.

 

Necesitamos formarnos y reeducarnos, desaprender algunas cosas y aprender muchas otras. Si aspiramos a practicar el diálogo y el consenso, todos deberíamos pasar por este proceso de mejora personal aumentando nuestra capacidad de escucha, trabajando el temor o la vergüenza a expresar las propias opiniones y disentir, si fuera el caso, con consideración y respeto hacia el otro. Hemos de aprender a aceptar posiciones y opiniones muy diversas. Asumir e integrar ideas aparentemente contradictorias y aceptar vivir desde lo paradójico y diverso, abandonando el deseo de pasar todo por el razonamiento de la lógica lineal.  

 

Pero cuando sentimos a veces la necesidad de modificar nuestro comportamiento hacia otros, la escasa o nula experiencia que poseemos al respecto, junto con una mezcla de pudor y ansiedad, normalmente nos compromete a actuar intentando reprimir determinados aspectos del mismo que se consideran o consideramos inadecuados.

 

Sin embargo, esa estrategia no resulta ser demasiado eficaz ya que, como hemos señalado con anterioridad, nos enfrentamos a toda una serie de actos reflejos adquiridos miméticamente y ejercitados durante años a lo largo de nuestra vida. En tal situación, lo más conveniente, mejor que improvisar a ciegas, es observar, sin mayor pretensión, tratando solamente de descubrir todo aquello que nos sucede. Eso precisamente es lo que Bohm, un gran teórico de estas cuestiones, denomina "propiacepción". Otros autores como Gurdjief o Silo, por el contrario, se refieren a eso mismo mediante el concepto "conciencia de sí" o "reversibilidad". No se trata tanto de intentar reprimir, bloquear o inhibir como de observar y atender a lo que nos sucede.

 

Cuando nos hallemos en situación de intercambiar puntos de vista con otros, en cada una de esas interacciones, nos limitaremos a atender, sin más, escrutando los íntimos mecanismos de nuestra conciencia, las reacciones viscerales que nos acompañan y nuestro comportamiento en general. Ahí iremos aprendiendo a percibir como confundimos creencias con realidades, como éstas se hallan imbricadas con profundos intereses y deseos personales, como (cuando realizamos el sobreesfuerzo de escucharlas) prejuiciamos y malinterpretamos torticeramente las opiniones ajenas, al sentirnos sorprendentemente "atacados" por ellas y un sinfín de respuestas más que hemos de ir depurando necesariamente si aspiramos a perfeccionar la práctica del consenso.

 

 

EVOLUCIÓN Y CONSENSO

 

Si hemos entendido en profundidad la ineludible necesidad de implicarnos personalmente en esta transformación social a la que apuntamos, todo cambio que impulsemos, lógicamente, repercutirá también en nosotros mismos. Comenzaremos por observar cierta disminución en el nivel de conflictividad en relación a las personas de nuestro entorno y un ligero incremento en la capacidad de integración de todo cuanto nos acontece. Paulatinamente iremos desarrollando una visión más amplia y adaptada a la realidad circundante por una mayor comprensión de los fenómenos al ir abriendo puertas, diluyendo nuestro “ego”, en vez de cerrándolas, tal y como veníamos haciendo hasta ahora en ese intento enfermizo por ir perfilando nuestra identidad al objeto de afirmarnos cada vez más ante los demás. La recompensa de trabajar con uno mismo sobre estas cuestiones es precisamente evolucionar como seres humanos.

 

La idea de Dinámica Espiral surge a partir de las investigaciones de Clare W. Graves por parte de Christopher Cowan y Don Beck, al analizar las diferentes formas de pensar de las personas, tratando de identificar patrones comunes. Según tales autores y Ken Wilber, que desarrolla luego esas ideas preliminares, estos estereotipos explicarían incluso el devenir de la propia biografía individual y de la historia de la humanidad en su conjunto. En cualquier caso, manifestar su existencia parece constituir una afirmación bastante sólida evidenciada incluso por mera auto-observación. Estas estructuras psicoemocionales, que actúan como paradigmas personales, son denominadas “memes” o “atractores” y evolucionan desde la más simple de todas, en la que el portador de tal morfología mental circunscribe su acción al ámbito exclusivamente de sus necesidades básicas, hasta emplazamientos de carácter holístico en los que uno mismo y todo lo existente se relacionan entre sí de un modo armonioso. 

 

Si, como proceden los mencionados autores, ordenamos todas esas estructuras en una secuencia dinámica evolutiva, contemplaremos todo como un proceso en el que se van añadiendo sucesivamente elementos nuevos que se van integrando progresivamente tras una aparente contradicción inicial. Es decir, aquello de que elementos que, en un principio, se nos antojan tan dispares que aparecen casi como contradictorios, se complementan a otro nivel motivando con ello un salto mental.

 

Parece ser entonces que llevar al extremo la práctica del consenso, sobre todo en esas situaciones que tanto cuesta conciliar, propiciaría un método disciplinario de acceso hacia la consolidación de estructuras mentales personales y colectivas cada vez mejor adaptadas en su objetivo último de integrar la realidad.

 

Por ejemplo, una estructura mental o “atractor” característico de muchas personas les lleva a experimentar el mundo como un lugar amenazante, imbuido de poderes misteriosos y habitado por espíritus, que deben ser aplacados y apaciguados a través de supersticiosos rituales.

 

Se trataría de un tipo de pensamiento: mágico-animista propio de una cultura etnocéntrica. Esta forma mental colisiona frontalmente con esa otra pragmática y materialista que niega la existencia de cualquier asunto que escape al escrutinio del método científico.

 

Sin embargo, si los portadores de ambas concepciones tratan de ir más allá, la necesidad de cierto rigor y solidez en los planteos de unos irá convergiendo con la evolución un tanto relativista del conocimiento científico concretamente en lo relativo a los últimos descubrimientos en el campo de la Física.

 

Cuando uno reconoce aspectos del mundo que escapan a la propia comprensión y estira su estructura mental para intentar incluirlos, a la par que otros, con arquetipos psicológicos distintos, operan de igual modo, es posible que se forme entre ambos una zona de intersección capaz de integrar sendos planteamientos.

 

 

BREVE HISTORIA DEL CONSENSO

 

Aunque escasamente documentado, parece ser que existen ciertos precedentes de la práctica del consenso relacionados con sociedades tribales, Estas agrupaciones indígenas reducidas y homogéneas, sociológicamente precontractuales o de solidaridad mecánica[9] reunían determinadas características que favorecían el consenso que, en algunos casos ha permanecido, en su seno, hasta nuestros días. Dicha práctica se manifiesta siempre mediante elementos de carácter social y espiritual entremezclados conformando así esa suerte reiterada de antropología mítica, frecuente en esa humanidad ancestral en la que aún no se había producido divorcio alguno entre ambos mundos.

 

Por otro lado, encontramos también ejemplos modernos que van desde los grupos alternativos surgidos a finales de los sesenta al abrigo de Mayo del 68, pasando por parte del anarquismo español durante la Guerra Civil y llegando a los movimientos emergentes actuales (15M, Occupy Wall Street, 132...Etc.) en gran medida tributarios de aquellos otros.

 

Sin embargo, el antecedente histórico más relevante de la práctica del consenso aparece en un grupo religioso reformista surgido en el siglo XVII en Inglaterra denominado “Sociedad de Amigos” más conocido como Cuáqueros. En plena reforma protestante, su oposición frontal a la superficialidad ortodoxa de la Iglesia cristiana de entonces y su clara vocación noviolenta les valió erigirse en blanco de persecuciones que motivaron su exilio norteamericano, formando allí discretas comunidades agrícolas. Los cuáqueros parten de la idea de que lo sagrado anida en el corazón de todo ser humano y que, por consiguiente, la sinergia colectiva consensual motiva estados de iluminación grupal o individual capaces de conectar con una suerte de verdad divina.

 

Todo aquel que haya experimentado ese acuerdo final con el que concluye un consenso habrá sentido, sin duda, esa euforia colectiva, esa especie de sinérgica comunión cuasimística que se produce cuando todas las piezas encajan y el grupo deja de ser un agregado de particularidades para convertirse en una sólida unidad que late bajo un mismo corazón.

 

No obstante, en las prácticas actuales de consenso esa suerte de sacramento cuáquero para establecer contacto con el mismísimo Dios, es sustituido por el concepto menos religioso de “inteligencia colectiva”. No obstante, en ambos casos se apela siempre a la necesidad de alcanzar un estado especial de inspiración (mental o espiritual según el caso) que es lo que abre la posibilidad de acceder a puntos de vista ausentes inicialmente en el intercambio de opiniones previo y que tampoco han de derivar necesariamente de relacionar éstos entre sí.

 

 

INSPIRACIÓN Y CONSENSO

 

En plena hegemonía de la cultura helénica o hebraica y hasta que Freud centró su origen en el conflicto interno, siempre se ha considerado que este tipo de manifestaciones poseían un origen divino. De hecho inspiración etimológicamente significa "aliento de Dios". Sea como fuere, la opinión generalizada respecto a éste fenómeno es que su comportamiento resulta ser absolutamente azaroso. Así, en el arte, suele personificarse en la figura de las musas que caprichosamente entran y salen del alma humana de un modo completamente impredecible. Sin embargo, esa supuesta espontánea condición podría evidenciar, en realidad, un profundo desconocimiento acerca de sus mecanismos de acción, al considerarlo como un proceso derivado exclusivamente de la genialidad personal.

 

Steven Johnson, gran divulgador científico, realizó, en su momento, una investigación, durante cinco largos años, tratando de descubrir cómo surgían las grandes ideas, para ser así más creativos y capaces a la hora de generar innovación desde las distintas organizaciones. La clave de su éxito residió en que su enfoque no era meramente personal, centrándose sobre todo en como influían los espacios o entornos e intentando con ello extraer algunas pautas que se repitiesen de manera constante. Uno de estos patrones denominado por él "corazonada" destaca que muchas genialidades llevan un proceso de incubación que puede llevar hasta años. Parece ser que cuando existe un encuentro de esas "corazonadas" la idea surge al generarse así una perspectiva completa del asunto en cuestión. La historia de la innovación está repleta de anécdotas de este tipo en las que alguien vive con una idea como a la mitad hasta que encuentra el resto en algún momento y es ahí en donde la creatividad toma forma. Es en ese "choque de corazonadas" como nacen las mejores ocurrencias que la humanidad ha desarrollado. Ahora bien, esas "corazonadas" suelen constituir intuiciones parciales procedentes de varias personas que, al compartirlas o discutirlas entre ellas, generan esa gran idea. Es por ello que en el siglo de las luces las cafeterías se convirtieron en auténticos centros de innovación, porque eran lugares en donde las personas discutían sus puntos de vista.

 

Por consiguiente, de hallamos en lo cierto, la práctica del consenso, aparte de ser capaz de revolucionar en profundidad nuestra sociedad, podría suponer una puerta o camino colectivo de acceso intencional a estados inspirados de conciencia, lo que nos permitiría adoptar decisiones más sensatas e inteligentes y no solamente más justas y libertarias.  

 

 

INTELIGENCIA COLECTIVA Y CONSENSO

 

A lo largo de todo nuestro análisis estamos poniendo el acento siempre en la diversidad del género humano y su consecuente subjetividad. Sin embargo, apelamos constantemente a la intersubjetividad complementaria y mutuamente integradora como fórmula factible de elaboración conjunta, presuponiendo que la simple comunicación o la mismísima inteligencia interpersonal es posible. No obstante, filosóficamente hablando, Husserl y Sartre dedicaron sesudos análisis respecto a su viabilidad poniendo de manifiesto la complejidad del asunto. De hecho Husserl queda atrapado en un solipsismo sin aparente salida. Sin detenemos en profundidad en toda esa cuestión, concluiremos prematuramente que Sartre lo resuelve finalmente a partir de la noción de empatía. Es decir, esa capacidad o cualidad tan humana de "ponerse en el lugar del otro". Asimismo, Howard Gardner, en el campo de la psicología, llega básicamente a conclusiones similares a las de Husserl y Sartre porque, en definitiva, antes que hablar de inteligencia colectiva, hemos de constatar la existencia como posibilidad de una inteligencia interpersonal que, dicho sea de paso, constituye la base misma de todo nuestro desarrollo.

 

No obstante, trascendiendo, si cabe, el umbral de la lógica meramente racional, la ciencia ha tratado de explicar también esa supuesta capacidad de comprender lo que los otros hacen, piensan y sienten.

 

De ese modo, el equipo de neurocientíficos de Giacomo Rizzolatti, de la Universidad de Parma (Italia), constató que estamos biológicamente equipados para sentir lo que sienten los otros gracias al descubrimiento de las neuronas espejo.

 

El equipo de Rizzolati realizó este hallazgo cuando estaban estudiando en monos un área de la corteza cerebral asociada al movimiento. Para ello habían conectado de forma permanente una serie de electrodos en la cabeza de los animales de tal modo que cuando cogían o movían objetos, el monitor emitía un chasquido que significaba que las neuronas se encendían, que estaban trabajando. Un buen día, los científicos descubrieron con sorpresa que los chasquidos no sólo aparecían cuando el propio animal recogía los cacahuetes y los abría, sino que también se podían oír cuando veía a otro mono o incluso a los investigadores hacerlo. Es decir, que para su cerebro era lo mismo llevarse la golosina a la boca o que otro lo hiciera. Es más, los investigadores comprobaron que el sonido de abrir el cacahuete era suficiente para que las neuronas, más tarde denominadas espejo, se pusieran en marcha. Las técnicas de imagen confirmaron más tarde que los humanos también disponen de un sistema de espejo, pero más sofisticado aún ya que no se detiene en los movimientos, sino que también refleja aspectos más sutiles del comportamiento, como son las emociones. Es decir, las neuronas espejo demuestran que verdaderamente somos seres sociales conectados entre nosotros al conformar una gran red invisible que une a todos los seres humanos. En otras palabras, estamos biológicamente preparados y plenamente adaptados para romper las barreras que nos separan de los demás.

 

Siempre que se habla de inteligencia colectiva, todos se acuerdan de la famosa anécdota del buey de Galton. Esa historia en la que se intenta averiguar el peso exacto de un cabestro a partir de múltiples estimaciones individuales. Lo que, en principio, resulta sorprendente del asunto es que, al calcular la media aritmética de todas esas cantidades, daba como resultado una muy buena aproximación al dato real. Con ello se intenta demostrar que la "inteligencia colectiva" o la decisión de un conjunto es más certera que la de cualquier individuo por si solo. Sin embargo, imaginemos que pintamos una línea vertical delante de nosotros. Acto seguido, un significativo número de personas lanzan una moneda cada una intentando situarla sobre la línea.

 

Individualmente pocos o ninguno serán capaces de tal proeza. No obstante, si sumamos las respectivas distancias a la línea de cada moneda en un lado y le restamos las del otro,  obtendremos valores que se aproximan a cero cada vez más en función del número de lanzadores. ¿Hablaríamos aquí entonces de puntería colectiva?.... En realidad se trata de un fenómeno estadístico que tiene que ver con la dispersión de datos en torno a un valor (desviación) y la probabilidad condicionada (Teorema de Bayes). Es decir, puro azar... Si los participantes se vendasen los ojos, el resultado seria incluso simular. La inteligencia colectiva existe pero es un epifenoneno que precisamente se genera cuando un grupo comienza a trabajar conjuntamente de manera solidaria, complementaria o integral y no confrontativamente como suele suceder. Todo aquel que haya experimentado un consenso, ha sentido esa especie de conexión con esa suerte de plano supraindividual. Por supuesto que cien pueden ser más inteligentes que uno pero si dialogan entre si en vez de competir discutiendo para terminar zanjando la polémica con una votación. En tal caso, la vulgaridad y la mediocridad serán las que triunfen y no así la inteligencia.

 

  

 

 

Imaginemos hallarnos inmersos en un mundo bidimensional. Una mano se presentaría en ese espacio como cinco secciones más o menos elipsoidales sin conexión aparente entre sí. Sin embargo, observando su comportamiento conjunto podríamos llegar a intuir cierta interrelación. Seguramente nos llamaría la atención el hecho de que esos "individuos" no pudieran separarse unos de otros más de una distancia determinada o bien que ninguno de ellos pudiese girar sobre sí mismo sin interferir en el resto.

 

Sumergidos en un mundo de solo dos dimensiones jamás comprenderíamos del todo las causas últimas de tales comportamientos, pero quedaría más o menos clara la existencia de determinadas "leyes" que gobernarían de alguna forma a éstos "seres" impidiéndoles una total independencia entre sí. Sirva metafóricamente lo expuesto para entender cómo es posible que, frente a determinados hechos expuestos por la sociología o la psicología, algunos audaces autores apunten la posibilidad de que exista una especie de estructura sutil que enlaza nuestras conciencias.

 

Por consiguiente, la cuestión de la "inteligencia colectiva" asociada a los procesos consensuales evidencia, junto con otras experiencias de carácter psicosocial, la posible existencia de un plano psíquico superior que surge al trascender la individualidad intrínsecamente subjetiva. Gurdjieff, Ouspenski y Silo, entre otros, ya apuntaron hacia la posible existencia de un nivel de conciencia por encima del más o menos habitual "conciencia de sí" denominado "conciencia objetiva".

 

Por ejemplo, desde un punto de vista estrictamente sociológico, da la impresión de que ese curioso elemento que aflora en todo proceso consensual que denominábamos “inteligencia colectiva” se asemeja bastante al concepto de “conciencia colectiva” acuñado por Durkheim y otros, referido a las creencias compartidas y a las actitudes morales que funcionan como una fuerza unificadora dentro de una sociedad. Según estos mismos autores, la fuerza de ese acervo común se encuentra separada y es, generalmente, dominante en comparación con la conciencia individual.

 

La expresión “conciencia colectiva” fue acuñada por el sociólogo Émile Durkheim y es citada en varias de sus obras: Así, Durkheim sostiene que el conjunto de creencias y sentimientos comunes de los miembros de una misma sociedad forma un sistema determinado que tiene vida propia. Se trataría de algo completamente distinto y se diferencia completamente de las conciencias particulares aunque sólo pueda manifestarse a través de ellas. En ese mismo sentido, William McDougall considera la mente como un sistema organizado de fuerzas intencionales por lo que toda agrupación humana posee una mente colectiva dado que las acciones conjuntas que constituyen la historia de tal sociedad están condicionadas por una organización únicamente descriptible en términos mentales y no está comprendida dentro de la mente de individuo alguno. Desde ese punto de vista, la sociedad estaría constituida por un sistema de relaciones entre las mentes individuales, que son las unidades que la componen. Las acciones de la sociedad son, o pueden ser bajo ciertas circunstancias, muy diferentes de la mera suma de las acciones con las que sus diversos miembros podrían reaccionar frente a la situación en ausencia del sistema de relaciones que los convierte en una sociedad. Es decir, cuando un individuo piensa y actúa como integrante de una determinada sociedad, su comportamiento y su manera de pensar son diferentes de cuando obra como un ser humano aislado. Posteriormente, la noción fue retomada por otros sociólogos y psicólogos como Maurice Halbwachs y Gustave Le Bon el cuál sostiene que, cuando una muchedumbre compuesta por individuos de cualquier nacionalidad, profesión o sexo se reúne, se forma un alma colectiva, sin duda transitoria, independientemente de la razón que los haya reunido, pero que presenta características muy evidentes, formando un solo ser.

 

Por otro lado y desde un enfoque psicológico del asunto, cabría también la posibilidad de establecer un nuevo paralelismo esta vez con el concepto de “inconsciente colectivo” desarrollado por el siquiatra suizo Carl Gustav Jung, discípulo de Freud, que sostiene la existencia de un lenguaje común a los seres humanos de todos los tiempos y lugares del mundo con los que se expresa un contenido de la psique que está más allá de la razón. Ello se pone de manifiesto, por ejemplo, mediante la existencia de mitos comunes entre civilizaciones desconectadas geográfica y culturalmente entre sí. Tal concepto es semejante a otros que se hallan presentes en los trabajos de Lucien Lévy-Bruhl, Henri Hubert & Marcel Mauss y Adolf Bastian. Estos remanentes atávicos son definidos por él con el término “arquetipos” y expresan básicamente lo más profundo en un sentido biológico, pero al mismo tiempo espiritual. Se manifiestan en fantasías y revelan su presencia sólo por medio de imágenes simbólicas. Suponen en realidad una tendencia a formar representaciones que afecta emocionalmente a la consciencia. La muerte, los demonios, dragones y serpientes, círculos y triángulos, las “venus prehistóricas”, el ave como símbolo de liberación y de trascendencia, la peregrinación, el mito del héroe y una serie larguísima de otras figuras habitan el inconsciente colectivo y constantemente acuden a la consciencia de una manera perturbadora al no llegar a conocerlos del todo. Para Jung, el sentido de armonía se consigue mediante la unión consciente de los contenidos inconscientes de la mente. Esa es la "función trascendente de la psique", con la que se supera el yo para conquistar la plenitud del individuo.

 

El físico Bohm, gran teórico de las cuestiones relacionadas con la comunicación, advierte, a su vez, la existencia de una especie de sustrato cultural común.

 

Finalmente, el fisiólogo inglés Rupert Sheldrake propone la idea, convergente con todo lo expuesto de que los sistemas están regulados no sólo por leyes físicas, sino también por campos de organización invisibles, que él denomina “campos morfogenéticos” y que configuran una especie de memoria colectiva, lo que explicaría algunos fenómenos relacionados con el concepto de "masa crítica" sin interacción directa. Por ejemplo, el equipo de investigadores de la Whale and Dolphin Conservation Society (Sociedad de Conservación de ballenas y delfines de Australia), dirigido por Mike Bossley, descubrió recientemente que delfines en estado salvaje están comenzando a hacer las piruetas que les hemos enseñado a los delfines cautivos en delfinarios y parques acuáticos.

 

Así que tenemos, por un lado, a los cuáqueros experimentando grupalmente para alcanzar estados iluminados de conciencia que les conecten con una supuesta “verdad divina”, Por otro, a Durkheim y compañía advirtiendo la fuerza unificadora de una “consciencia colectiva” más allá de lo meramente cultural, A Bomh identificando una suerte de sustrato cultural común que posibilita el diálogo. También a Jung intentando trascender los límites racionales del la mente humana zambulléndose en el “inconsciente colectivo”, A Sheldrake, a su vez, intuyendo la influencia de una memoria colectiva ancestral que modela el psiquismo mediante una especie de campos invisibles de acción y, finalmente, a los indignados de Sol maravillados ante los resultados obtenidos a partir de una supuesta “inteligencia colectiva” que aflora durante los procesos consensuales... ¿Acaso no se parecen todos ellos a los sabios ciegos del cuento palpando su particular pedazo de elefante?

 

 

 

Sea una especie de “verdad divina”, una suerte de “conciencia” colectiva, un sustrato cultural común, algo parecido a un “campo mórfico” o una “inteligencia superior”... Lo esencial es que la práctica del consenso evidencia una cierta dimensión holística del asunto. Hasta ahora sabíamos que consistía en algo más que un simple mecanismo de toma conjunta de decisiones... Hablábamos de un proceso de elaboración colectiva... Sin embargo, todo apunta finalmente a que se trata en realidad de un trabajo de carácter disciplinar a desarrollar en equipo. Una especie de "ouija" encaminada a elevar el nivel de conciencia, inspiración o lucidez particular y colectiva.

 

Es precisamente esta faceta cualitativa de conexión con un plano superior, presente en el consenso, la que alimenta nuestra suspicacia ante la posibilidad de hallarnos frente a un auténtico detonante a la hora de propiciar fenómenos emergentes en ese nivel, abriendo así un camino concreto hacia ese, tan ansiado, cambio social. Siempre supimos que tal aspiración debería ser acompañada con una transformación consecuente de nuestro comportamiento habitual hacia otros, pero la idea de cultivar el diálogo y el consenso tal vez haya concretado y precisado lo que hasta ahora era percibido como una mera vaguedad.

 

 


 

[1] Aunque de origen aristotélico, el axioma fundamental con el cual se ha identificado con mayor frecuencia a la escuela psicológica de la Gestalt es "El todo es siempre mayor que la suma de sus partes”

[2] Cuento de origen taoísta.

[3] Clara alusión al marxismo (ideología que se fundamenta en el conflicto) que considera la dialéctica de clases como el auténtico detonante de todo cambio social y la guerra como el verdadero motor de la evolución histórica.

 

[4] Alude a un comportamiento aparentemente racional sin serlo en el fondo.

[5] El "promotor fidei" se encarga, en los procesos de beatificación, de recopilar pruebas en contra del beato propuesto para ser canonizado. Es una especie de fiscalía divina.

 

[6] Se refiere a estructuras de pensamiento exclusivamente personales.

[7] Algunas corrientes sociológicas van más allá al afirmar que la única realidad que existe es la que arbitrariamente se instaura mediante algún acuerdo tácito en el seno de una sociedad.

[8] Hume proponía la supremacía de los sentimientos y Kant la de la razón.

[9] En sociología se entiende por sociedad precontractual o de solidaridad mecánica aquella escasamente estratificada y en la que aún no existe división del trabajo.