FUNDAMENTOS TEÓRICOS PARA DESARROLLAR UNA GESTIÓN ADECUADA

EN LA RESOLUCIÓN DE CONFLICTOS

DE UNA MANERA EFICIENTE

 

 

 

PUNTO DE VISTA Y REALIDAD

 

Los seres humanos somos muy diversos en cuanto a nuestra manera de pensar. Sin embargo y contrariamente a lo que uno podría suponer en un principio, no es esa capacidad, tan humana, de inferir puntos de vista diferentes frente a una misma situación la que origina los conflictos. Enfoques aparentemente contradictorios que rayan incluso en lo paradójico pueden perfectamente coexistir sin que ello genere el más mínimo atisbo de tensión. En el clásico planteamiento de si "la botella está medio llena o medio vacía", nadie sensato afirmaría la validez de una perspectiva sobre la otra. Ninguna persona con cierto sentido común diría que una es más "real", "verdadera" u "objetiva" que la otra. ¿Se imaginan acaso la posibilidad de que dos personas discutan encarecidamente por ver quien posee la razón en una disyuntiva semejante?

 

Sin embargo, examinemos el siguiente relato:

 

"Un día me compré un caballo por 600 € y al rato lo vendí por 700 €. Poco después, en el mismo mercado, volví a comprar ese mismo caballo a otra persona por 800 € y finalmente terminé vendiéndolo por 900 €".

 

¿Cuánto dinero perdí o gané?

 

Haciendo balance de todas las operaciones de compra/venta efectuadas, existiría, en principio, un saldo a mi favor de 200 €. Sin embargo, alguien podría opinar que, de no precipitarme a la hora de vender prematuramente el caballo, hubiera obtenido un beneficio aún mayor, por lo que, en cierto modo, he perdido, como oportunidad, la cantidad de 100 €.

 

En esta ocasión, sin embargo, sí es probable que se generase alguna polémica al respecto

 

¿En qué se diferencia nuestra “historia del caballo” de la anterior cuestión relativa a la botella para que aquí si que pueda existir conflicto? En realidad, lo que en el fondo va a determinar si la "chispa" salta o no va a ser la posible obcecación existente entre ambos contertulios por sostener un único punto de vista (diferente uno respecto del otro) sobre la situación. Nos hallamos, por consiguiente, frente a una cuestión de extremada importancia. El origen del conflicto, por lo tanto, no radica en la diversidad de opiniones en sí, sino en el acto de confundir cualquiera de ellas con la "realidad" misma, negando así la validez de cualquier planteamiento alternativo. Pero sucede que; admitir que nuestros particulares enfoques son parciales frente a una supuesta “realidad” lo suficientemente compleja como para resultar ambigua, nos desorienta de tal modo que nos resistimos con todas nuestras fuerzas, a asumir tal hecho. Muy al contrario, tendemos entonces a conducirnos habitualmente suponiendo que lo que percibimos sólo puede razonarse de un modo único y absoluto. Todo va bien hasta que ello colisiona con maneras distintas de ordenar o estructurar ese conjunto de percepciones con el que nos manejamos para desplazarnos en este curioso mundo.  

 

Si en mitad de una asamblea colocásemos una cartulina con un seis dibujado y preguntásemos de qué número se trata, los distintos miembros responderían, de acuerdo a su ubicación espacial con respecto al mencionado cartel, que es un "nueve" o un "seis". Cualquiera de tales afirmaciones se constituye mediante una perspectiva personal y, mientras está subjetividad resulte evidente, no existirá conflicto alguno.

 

 

 

Si cualquiera de los presentes expresase que, dada la posición donde está sentado en relación a como está colocado el papel, observa que la cifra en cuestión es un "seis" o un "nueve" respectivamente, nadie se sentiría menospreciado por sostener, en principio, una postura diferente. Sin embargo, si uno solo de los integrantes de la reunión, transformase su singular enfoque en una objetiva realidad en sí misma y afirmase, por ejemplo, que es absurdo pensar que ese número es otra cosa diferente a un "seis" o un "nueve", según sea el caso, abriría de par en par las puertas de la discordia, caldeando, a buen seguro, los ánimos de los asistentes.

 

En ocasiones nuestra incapacidad de dialogar es tal que todo se atasca y la impaciencia por alcanzar alguna conclusión nos conduce a emplear la “salida de emergencia” zanjando la disputa mediante una votación para determinar así, de una vez por todas, si se considera que es un “seis” o un “nueve”.

 

Todo esto que planteamos aquí tan aparentemente absurdo resulta ser, sin embargo, una manera muy habitual de gestionar nuestras diferencias. Tal vez seamos capaces de apreciar mejor todo esto observando el siguiente dibujo:

 

 

A la pregunta: ¿En qué consiste ese dibujo?...

 

 

 

 

¿Qué pensaríamos de alguien que afirmase que se trata claramente de cuatro flechas que apuntan hacia adentro? ¿Le diríamos que está cometiendo un grave error? ¿Intentaríamos, tal vez, comprender por qué expresa semejante opinión? ¿Seríamos conscientes en todo momento que afirmar que las flechas apuntan hacia fuera es un mero punto de vista y no la realidad misma? ¿Valoraríamos la posición del otro al mismo nivel que la nuestra? ¿Aguantaríamos la tensión por imponerle al otro nuestra particular perspectiva? ¿Podríamos "modernos la lengua" antes que calificar de estupidez el sostener que las flechas apuntan hacia dentro?

 

¿Cuál sería nuestro comportamiento en tales circunstancias?

 

 

                      

      

  

Numerosas personas en tal circunstancia optarán seguramente por no admitir siquiera como posibilidad que las flechas del dibujo apuntan hacia el interior del mismo. Obrar así, tal y como venimos advirtiendo, supone elevar un punto de vista particular a la categoría de realidad misma, iniciando de ese modo una más que probable discusión. En la situación que describimos tal confusión resulta casi inevitable ya que aparentemente sólo existe un enfoque posible. Es decir, minimizar posicionamientos alternativos reduciendo la diversidad de opiniones induce a ese frecuente error, al que reiteradamente estamos haciendo mención, de confundir, lo que en ningún momento deja de ser una impresión estrictamente personal, con la realidad misma.

 

 

LA ESTRATEGIA DE EMPLEAR UN LENGUAJE SUBJETIVO

 

Solemos afrontar la diferencia de opiniones mediante la conocida "técnica" (parece ser que no sabemos emplear otra mejor) de la discusión, que consiste en desplegar todo un muestrario de justificaciones disfrazadas de argumentos con el único propósito de blindar y defender a ultranza nuestras particulares creencias, "amenazadas" permanentemente por las de los demás. Tan sofisticada y depurada estrategia descansa, como no podía ser de otro modo, sobre una profunda filosofía que consiste en admitir sólo una “realidad” posible la cuál, curiosamente, coincide, a su vez, con la que uno observa. Así sucede que, frente a una opinión distinta, siempre intentamos convencer a nuestro interlocutor, por todos los medios posibles, de que nuestro punto de vista es tan válido o verdadero como equivocado y erróneo es el del otro. Por su parte, nuestro contertulio obra de un modo similar y al cabo de un tiempo, que varía según el grado de empecinamiento mutuo y el tiempo libre disponible, cada uno se va igual que ha llegado. La discusión es, por consiguiente, una especie de cúmulo de monólogos sin intercambio alguno de información y que, al no producirse comunicación real, tampoco modifica ni beneficia a ninguno de los dos.

 

La alternativa a la discusión, por consiguiente, es el diálogo y la diferencia esencial radica en que en esta ocasión nadie es tan necio de creer que su opinión es la realidad misma y, gracias a la escucha activa mutua, si se considera el punto de vista ajeno hasta intentar incluso relacionarlo con el propio. Esta síntesis origina, a su vez, una suerte de metamorfosis ideológica de la que surgen enfoques comunes más amplios y mejor adaptados, así se trate de una aproximación a la realidad o de la resolución de un problema. De este proceso ambos protagonistas salen enriquecidos y positivamente transformados. Empleando una metáfora informática, cabe matizar que el “modo discusión” es el que actúa por defecto en nuestro particular sistema operativo y que habilitar el “modo diálogo” exige, por nuestra parte, que reiniciemos dicho sistema y arranquemos con él el programa “atención”.

 

Es decir, para dialogar es imprescindible que modifiquemos nuestro emplazamiento habitual y pongamos mucha conciencia en ello ya que lo que nos brota espontáneamente en tales circunstancias es discutir.

 

Una estrategia útil, en ese sentido, consistiría en erradicar cualquier atisbo de objetividad a la hora de formular algo tan inherentemente particular como nuestros enfoques personales. Al igual que el feminismo impulsó el uso del lenguaje inclusivo y no sexista, nosotros/as, preocupados/as por establecer las mejores condiciones para que el diálogo sea posible, deberíamos promover, a su vez, la necesidad de emplear siempre una comunicación de carácter subjetivo a la hora de expresar públicamente nuestros puntos de vista. Fórmulas tales como: "Lo lógico es...", "Indiscutiblemente...", "Lo normal es...", "Hay que...", "Lo ideal sería...", "No cabe duda...", , "Hemos de...", "Cometeríamos un error si...", "No seamos ingenuos...", "Como todo el mundo sabe..." o "Lo razonable es...", entre otras muchas, constituyen, en realidad,  blindajes tramposos para presentar opiniones particulares eludiendo cualquier cuestionamiento posible, al camuflar juicios estrictamente individuales, cubriéndolos con una pátina de pseudobjetividad.  Tendemos muchas veces a expresarnos de manera absoluta y ello dificulta notablemente lo que ha de suponer un sano intercambio de ideas. Asumamos el pequeño esfuerzo que nos acarea el atender a estas cuestiones y dejemos de elevar a la categoría de principios universales lo que en realidad son simples impresiones íntimas, expresando en todo momento nuestras opiniones en primera persona para así no olvidar que siempre carecerán de un carácter totalmente objetivo. Es nuestro punto de vista y no la realidad misma. No es algo categórico... Se trata tan sólo de un singular enfoque tan válido como otro cualquiera. Si yo digo: "Lo normal sería..." doy por sentado que cualquier otra posibilidad no resultaría del todo normal. Estoy convirtiendo tácitamente mi particular parecer en un axioma absoluto. Si en vez de hablar así, dijese: "Opino o creo que lo normal sería..." estoy matizando de manera subjetiva tal juicio. Es importante atender a la manera de expresar las ideas porque, si variamos eso, tal y como estamos observando, nuestra manera de pensar se verá modificada y eso es muy importante si aspiramos a que todo funcione de un modo diferente.

 

Ya cuando el feminismo nos sugería emplear un lenguaje inclusivo, muchos se resistían a ello aludiendo que al emplear el término neutro (que siempre era igual que el masculino) se sobreentendían ambos géneros.

 

De igual modo, en cierta ocasión existió un juez que matizaba siempre los alegatos, tanto de la defensa como de la acusación, con la "coletilla": "En su opinión..." A lo que el letrado en cuestión siempre respondía: "Naturalmente, se trata de mi opinión".

 

Un bien día un abogado, un poco molesto, por verse obligado siempre, ante ese juez, a aclarar reiteradamente esa cuestión afirmó con cierta indignación: "¿Qué sentido tiene puntualizar tal cuestión si resulta del todo obvio que cuando me expresó lo hago siempre desde mi punto de vista?".

 

El juez le respondo lo siguiente: "También resulta completamente evidente que el juez aquí soy yo y usted siempre se dirige a mi empleando el tratamiento de “Señoría”... Reflexione en profundidad tratando de averiguar la verdadera razón de su incomodidad…  ¿Por qué eso le genera molestia y lo otro no?"

 

La discusión permanente además cansa, agota, divide, y lo peor de todo, distrae de lo constructivo. Las desavenencias y los enfrentamientos sobrevienen en realidad por una falta de adaptación a vivir en un mundo diverso y plural. Las interacciones con los demás son complejas y alejadas de ese maniqueísmo pueril con el que solemos enjuiciarlas. Asumir esas aparentes paradojas y tratar de superarlas resulta mucho más adecuado que resignarse a la conflictividad y entender las relaciones humanas como un campo de batalla. Concebir la vida como un existir contra algo o contra alguien resulta completamente estéril. La vida ha de ser entendida como un proyecto a favor de interesantes propósitos y no como un sinvivir en un clima de permanente hostilidad, por muy justas, legales, éticas y verdaderas que pudieran ser las causas.

 

 

PAUTAS HABITUALES Y ORIGEN DEL COMPORTAMIENTO VIOLENTO

 

Seguramente conocen en qué consiste una "huelga a la japonesa", cuál es la única construcción humana que se puede distinguir desde el espacio o el singular epitafio que aparece en la tumba de Groucho Marx. Lo que no todos saben es que, ni en Japón ni en ningún otro lugar del mundo, se ha llevado a cabo jamás una protesta semejante, que no hay manera de ver la muralla china en una foto de satélite y que lo único que aparece en la tumba de Groucho Marx, aparte del nombre y las fechas de nacimiento y defunción, es una estrella de David. Que centenares de mitos o leyendas urbanas recorran el planeta entero gracias a que nos hacemos eco de ellas por no confirmar antes su veracidad, no acarrea serias consecuencias pero que frases lapidarias tales como “”Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades", “Todos... son iguales", "Es utópico pretender cambiar... ", "Siempre ha habido y siempre habrá...", "... es innato  y nunca se podrá cambiar" se fijen como auténticas tautologías impidiendo explorar según que líneas de pensamiento, sí que supone un serio problema al bloquear el libre fluir de las ideas, soslayando y condenando al ostracismo a determinados posicionamientos u opiniones.

 

Muchas de nuestras respuestas poseen un marcado carácter reflejo y son, por ello, vertidas al medio con escasa conciencia y atención. Los automatismos, aún siendo necesarios al permitir una economía psíquica imprescindible para un correcto funcionar mental, no han de ser aplicados en todo momento como si fuésemos sofisticados androides. El preludio de una situación conflictiva no parece ser ese tipo de circunstancia que convenga afrontar reaccionando de un modo irreflexivo.

 

La mayor parte de nosotros, sin embargo, ante una situación de tensión, o nos bloqueamos, o solemos responder de manera visceral y, en definitiva de forma violenta. El que nos embargue la emoción y se agite nuestra respiración suele ser el pertinaz e ineludible preámbulo a una pérdida significativa de reversibilidad. Responder en caliente mediante una reacción mecánica supone siempre un grave error en lo que a gestión de conflictos se refiere.

 

Llegados a este punto, es muy importante poseer una postura clara respecto de las causas que hacen posible, aun hoy en día, la existencia de la violencia, en sus diferentes manifestaciones, porque si la consideramos como algo innato y consustancial al hecho humano, poco o nada haremos por buscar una respuesta distinta frente al conflicto ante la escasa motivación que suscita tal enfoque.

 

Cada vez que las "eminencias oficiales homologadas" se afanan en desvelar la génesis de algún aspecto relacionado con el ser humano, como por ejemplo el que nos atañe, su escasa imaginación les conduce casi siempre a concluir sus "sesudos" análisis con la típica disyuntiva que se establece entre "innatistas" y "ambientalistas". Los primeros hablan de pulsiones e instintos y los otros se expresan en términos de circunstancias biográficas desfavorables y carencias afectivas sociopáticas. En el fondo se trata de la eterna discusión sobre si "el hombre nace o se hace".

 

En el primer grupo las hipótesis más significativas serian: La teoría genética, que fija su origen en un segmento oculto de nuestro ADN, la etológica que extrapola las causas del comportamiento animal a la conducta humana, la psicoanalítica, que afirma que surge como reacción ante el bloqueo de la libido, la de la personalidad, que emana de una supuesta forma de ser adquirida (Eysenck y Kretchmer), la de la frustración, que considera que todo comportamiento agresivo es la consecuencia de una frustración previa (Dollar y Miller) y la de la señal-activación, que sostiene que las manifestaciones agresivas son el resultado de síndromes patológicos orgánicos (Berkowitz).

 

En el segundo nos encontramos con: la teoría del aprendizaje social, que considera que el comportamiento agresivo es el resultado de una asimilación por observación e imitación (Bandura), la teoría de la interacción social, que concede mayor importancia a la influencia del ambiente y de los contextos sociales más cercanos a la persona, la teoría sociológica, que interpreta la violencia como un producto de las características culturales, políticas y económicas de la sociedad y la teoria ecológica, similar a esta última pero un tanto más sofisticada (Bronfenbrenner).

 

Algunos autores algo más conciliadores señalan que ambos factores intervienen por igual y es que, en esencia, no son tan divergentes y excluyentes entre sí como pudiera parecer a primera vista, ya que los dos coinciden en presentar un modelo "títere" de ser humano absolutamente pasivo, sin capacidad de decisión alguna y sujeto a todo tipo de condicionantes fisiológicos o vitales que supuestamente determinan por completo todo su comportamiento.

 

Sin embargo, si el margen de libertad fuese en realidad tan estrecho: ¿Qué responsabilidad cabría exigir entonces a cualquier persona por sus actos? Precisamente por ello es muy posible que detrás de esa incesante búsqueda de justificaciones ajenas al hombre exista, en realidad, la intención de ocultar esta vergonzante lacra de la humanidad bajo la alfombra de ese hipócrita sentimiento de culpa tan característico de la tradición judeocristiana, amparado por el mito del pecado original. En ello coinciden un gran número de autores tales como Ashley Montagu, Geoffry Gober, Scott y Boulding.. Y es que tal y como señaló en su día el filósofo inglés John Stuart Mill, “De las posibles maneras de eludir las influencias de la moral y la sociedad sobre la mente humana, la mas corriente es la de hacer responsable de las diferencias de comportamiento y carácter a diferencias naturales innatas”.

 

Es verdad que si miramos al ser humano "desde fuera" bien pudiera resultarnos algo parecido a un mono. Tal apreciación se acentúa cuando comprobamos además que compartimos con él más del 90% del historial genético. Por consiguiente: ¿Por qué no habría de funcionar entones de acuerdo a las leyes que regulan la naturaleza?. Los que así opinan no deben de sentirse muy diferentes a sus parientes evolutivos y han desarrollado la singular estrategia de observar micos para así poder entender a las personas, convirtiendo la psicología en una especie de etología infrahumana. Entre ellos destacan Konrad Lorentz y, sobre todo, Desmond Morris con su "mono desnudo", que nos recuerda mucho a aquella anécdota en la que Diógenes parodiaba lo del "bípedo implume" (definición platónica de ser humano), mostrando por las calles de Atenas un pollo desplumado gritando: "He aquí el hombre de Platón". El fin último de todos ellos es responsabilizar a los animales de nuestra propia violencia, pero al no hallar, en ellos, vestigio alguno de tan deleznable comportamiento, intentan cuadrar el círculo, aprovechando su natural falta de sutileza, para extraer de su chistera el concepto de agresividad que, por supuesto, se relaciona con nuestra violencia, según ellos, mediante un misterioso y atávico legado, hasta ahora desconocido. Mientras, se apresuran a hallar ese pedazo de ADN, responsable de tal maldición, ciegamente convencidos de su existencia porque es lo único tangible que otorgaría alguna credibilidad a sus vagas sospechas.

 

En ese sentido cabe señalar que estudios más recientes han demostrado que incluso esa supuesta agresividad no puede entenderse como una reacción refleja sin más. Se ha comprobado que es tan sólo una de las opciones a las que recurren los monos cuando surgen conflictos entre ellos. A veces, las escaramuzas se evitan ofreciendo al adversario la posibilidad de compartir comida, o sencillamente ignorándolo. En numerosas situaciones, los chimpancés y otros monos acaban reconciliándose con abrazos, besos y caricias. El etólogo Frans B.M. de Waal afirma, fruto de sus estudios, que con frecuencia, estos animales llevan a cabo rituales de pacificación para evitar luchas sangrientas y preservar así la cohesión social de sus manadas. En algunos casos, los monos superiores del grupo llegan a actuar como mediadores, animando a los adversarios a superar sus diferencias.

 

Por otro lado, algunos estudiosos mencionaron en su momento la existencia de un supuesto "gen de la violencia", siendo objeto de estudio en todo el mundo. El debate se mantuvo vivo durante algún tiempo al descubrir que, entre los asesinos más despiadados de las cárceles norteamericanas, la mayoría de condenados poseían un curioso cromosoma "XYY". Pronto se comprobó que este "trío" singular también lo poseían otras personas ajenas a la población reclusa y con un comportamiento social normal, por lo que la teoría tuvo que ser desechada.

 

Hoy en día, el mito de la herencia genética y la determinación social están totalmente descartados y la UNESCO ha dado por zanjado el tema a través del Manifiesto de Sevilla, en el que participaron 17 especialistas mundiales, representantes de diversas disciplinas científicas, mediante una reunión en mayo de 1986 en Sevilla, España. Dicha declaración conjunta ha permitido conceptualizar definitivamente la violencia al definirla como un ejercicio de poder, refutando el determinismo biológico, calificándolo de error científico, que pretende, en el fondo, justificar la guerra y legitimar cualquier tipo de discriminación basada en el sexo, la raza o la clase social. La violencia es, según se desprende de las conclusiones del encuentro, evitable y debe ser combatida. El informe final advierte además sobre la inexistencia de base científica alguna que justifique que la fisiología neurológica nos obligue a reaccionar violentamente, al estar nuestros comportamientos supuestamente modelados por nuestros tipos de acondicionamiento y modos de socialización.

 

En definitiva, si, en lugar de espiar a los simios, optamos por observamos a nosotros mismos, es decir, atendemos al ser humano "desde dentro", nos daremos cuenta de que, en numerosas ocasiones, actuamos de manera mecánica o automática y sucede entonces que la fisiología y la inercia cultural o social adquirida es la que se expresa, en realidad, a través nuestro.

 

Precisamente en este hecho se apoyan los "ambientalistas" para defender su postura pero resulta que las grabaciones reiteradas, almacenadas en memoria, tienden a fortalecerse y establecer así una tendencia que, cuando se actúa con inconsciencia, es la que termina por manifestarse. Todo ello resulta absolutamente lógico y constituye lo que podríamos denominar el "piloto automático" de la conciencia. Sin embrago, en el psiquismo humano no siempre el "conductor" está distraído. En esas otras circunstancias en las que no nos comportamos compulsivamente, siempre se nos presenta un abanico de posibilidades a elegir a la hora de dar una respuesta. Normalmente, en tal situación, la probabilidad de reaccionar violentamente se reduce de manera drástica.

 

En ocasiones, los defensores de la dictadura del entorno, para barnizar sus decadentes creencias y maquillarlas con un halo pseudocientífico, escenifican pomposos experimentos en los que coaccionan a un grupo de personas para que se comporten de una determinada manera, haciendo hincapié luego en el alto porcentaje de éxito obtenido, mientras omiten que, incluso en las circunstancias más desfavorables, siempre existe disidencia, lo que denota influencia a la vez que niega toda determinación.

 

Es cierto que poseemos una base biológica con un funcionar similar al resto de seres vivos y, por consiguiente, aún mantenemos ciertos mecanismos ancestrales de respuesta. Sin embargo, tal hecho nos puede influir pero en modo alguno determinar desde el momento en que cualquiera de nosotros puede retardar y diferir qué respuesta dar en un momento dado, sin necesidad alguna de actuar de un modo inconsciente o automático.

 

Si el hombre ha llegado hasta aquí no ha sido gracias a potenciar simples reflejos instintivos sino elaborando respuestas cada vez más inteligentes y complejas, tales como la cooperación, que originó el lenguaje y posteriormente, con la escritura, el registro histórico. Si hemos de reconocer alguna tendencia "innata" o perenne en el ser humano es precisamente esa y no la de enfrentarse los unos con los otros tal y como afirmaba Hobbes, fruto probablemente de un espíritu atormentado y resentido.

 

Al igual que ocurre en el desarrollo embrionario y en general con cualquier proceso evolutivo, la génesis de estructuras nuevas no desecha completamente las antiguas. La invención del televisor no elimino la radio de nuestras vidas y la complejidad creciente del sistema nervioso en la evolución de los organismos tampoco suprimió elementos originarios tales como nuestro antiquísimo cerebro reptiliano, diseñado básicamente para proteger a la especie. Así, cuando nuestro abuelo cavernícola intuía un peligro al acecho, todo él respondía de manera refleja con un automatismo adquirido y alojado en esta región del cerebro El sistema nervioso del ser humano ha ido evolucionando, pero ante una supuesta amenaza, seguimos, al igual que nuestros antepasados trogloditas, respondiendo mecánicamente de la misma forma:.

 

Al hilo mismo de esta cuestión debemos considerar también que, mantener la atención permanentemente en todo lo que hacemos, supondría un derroche energético que no nos podemos, en modo alguno, permitir. Es más, con lo despistados que solemos ser, cualquier día nos olvidaríamos de bombear sangre al cerebro, nos desmayaríamos y moriríamos por descuido En tal situación los automatismos son, más que necesarios, imprescindibles..Gracias a ellos nosotros, los pilotos, podemos, si alguna circunstancia lo requiere, reorientar nuestra atención hacia alguna tarea más importante o significativa. Si debemos dirigirnos, por ejemplo, a algún sitio, nos fijaremos principalmente en el itinerario a seguir, miraremos a ambos lados al cruzar una calle y a la vez comprobaremos la hora para saber si llegamos a tiempo o, por el contrario, hemos de llamar advirtiendo de nuestro posible retraso. Mientras todo eso ocurre, nuestras piernas no paran de moverse y no es necesario, en absoluto, que atendamos a qué músculos hemos de tensar o distender, en cada momento. Muchas de nuestras respuestas vertidas al medio son tan complejas que exigen siempre una buena dosis de rutinaria mecanicidad y tal cosa es factible merced a que poseemos registro o memoria de ellas. Algunos de tales protocolos los vamos incorporamos por mero aprendizaje e imitación a lo largo de la propia vida pero otros son innatos y se alojan en los recodos más profundos de nuestro cerebro.

 

El estrés es un ejemplo de este tipo de reacciones reflejas. Se trata de un de un mecanismo de respuesta psicofisiológica y conductual que prácticamente todos los organismos presentan frente a una estimulación adversa con el propósito de adaptarse a una supuesta emergencia.

 

La reacción fisiológica que acompaña a este automatismo, en el caso del ser humano, se halla controlada por el eje hipotálamo – hipófisis – glándula suprarrenal y se caracteriza por aumento en la liberación de varias hormonas al torrente sanguíneo, entre ellas los glucocorticoides, sintetizados por la porción más externa o corteza de la glándula suprarrenal, y la adrenalina, liberada por la parte central o medular de la misma glándula. Este particular acto reflejo permite a los organismos lidiar con este tipo de inquietantes conyunturas.

 

La respuesta de estrés, fisiológica y conductual, está regulada, a su vez, por el sistema nervioso central, especialmente por aquellas regiones relacionadas con el funcionamiento óptimo del organismo que propician el mantenimiento del equilibrio interno u homeostasis. Entre las regiones implicadas en el control de dicha respuesta se encuentran el núcleo paraventricular del hipotálamo y estructuras del sistema límbico que se encargan del procesamiento emocional,

 

La participación del SNC en la conducta violenta es de crucial importancia. Genera actividad somática y visceral, ya que participan los sistemas sensorial, motor y autónomo, además de los sistemas endocrino e inmune, que forman parte de la reacción de alarma ante una situación de supuesta amenaza o peligro. Sin embargo, mecanismos de aprendizaje y memoria, que también dependen del SNC, pueden aumentar, disminuir o incluso eliminar la conducta violenta.

 

Son numerosos los estudios que relacionan e imbrican esta reacción de estrés con el comportamiento violento. En individuos se ha observado que el estrés está estrechamente relacionado con la violencia en el trabajo, escuela y hogar. En una investigación epidemiológica en Islandia con adolescentes de sexo masculino de 15 a 16 años, se encontró un significativo aumento en la frecuencia de conductas violentas, peleas e intimidación, asociadas al incremento en la exposición a conflictos vitales tales como divorcio, muerte o desempleo de los padres, fracaso académico y falta de o escaso apoyo paterno. En otro estudio en adultos jóvenes del sexo masculino en los Estados Unidos de América, la exposición diaria a conflictos  familiares, de trabajo y de tráfico contribuyó al incremento de la conducta de agresión en el ámbito laboral. Los participantes del estudio que reportaron niveles elevados de tensión durante su camino al trabajo (al conducir un vehículo) también tuvieron mayores niveles de conflictividad (sentimientos de enojo, descontento y actitudes negativas hacia otros) y de obstruccionismo (impedir la ejecución de otros para dañar su reputación) en el trabajo.

 

En el caso de las personas que padecen síndrome de estrés postraumático, por exposiciones agudas o prolongadas a presiones durante algún momento de la vida (guerras, terrorismo, secuestro o abuso sexual), se ha descrito que uno de los elementos sintomáticos implica cierta activación anómala, principalmente impulsividad y conducta agresiva asociada a bajos umbrales de estimulación. En niños que no sufren trastorno de estrés postraumático, pero que padecieron abusos físicos o sexuales durante periodos prolongados de la infancia se observa aumento en la frecuencia de conducta agresiva física y verbal, en comparación con niños libres de abusos durante el mismo periodo de la vida.

 

También en modelos animales se ha estudiado la relación entre la respuesta de estrés, la conducta agresiva y su regulación por parte del sistema nervioso central. En los mamíferos, a lo largo del día, ocurren variaciones normales en los niveles circulantes de glucocorticoides con pico máximo justo antes que inicie el periodo de mayor actividad del organismo, en el caso del ser humano y en roedores como el criceto (hámster) y la rata, la máxima liberación de glucocorticoides ocurre antes del despertar y disminuye al final del periodo de actividad; la emisión de conductas agresivas aumenta de acuerdo con los periodos de liberación de las hormonas del estrés y se reduce cuando disminuyen. Asimismo, la administración de glucocorticoides por vía intravenosa o directamente en los ventrículos cerebrales de ratas macho adultas, aumentó la frecuencia y duración de la conducta agresiva, la cual se reduce significativamente si hay supresión de la síntesis y liberación de las hormonas del estrés. La estimulación eléctrica de los núcleos hipotalámicos mediales que regulan la agresión, además de generar conducta agresiva, produjo aumento en los niveles de glucocorticoides circulantes. De igual forma, la administración concomitante de glucocorticoides facilitó y aumentó la conducta agresiva que genera la estimulación eléctrica del hipotálamo. Funcionalmente se han demostrado interconexión y retroalimentación positiva entre las regiones hipotalámicas que controlan la conducta agresiva y la respuesta adrenocortical por estrés; es decir, si se activa el hipotálamo la conducta agresiva propicia aumento en la respuesta de estrés, y viceversa. Es así que, la respuesta de estrés y la conducta agresiva están interrelacionadas y  reguladas por núcleos hipotalámicos y por el sistema límbico. Tal facilitación mutua contribuye a la precipitación y escalada de conducta violenta que se observa en el ser humano y otros mamíferos bajo condiciones de estrés.

 

Lo anteriormente expuesto señala que el SNC, en el hombre y en los vertebrados, es el elemento básico, con raíces profundamente arraigadas en los circuitos neuronales y vías neuroquímicas del encéfalo, para la génesis de la agresión y la conducta violenta, aunque igualmente el SNC posee estructuras que la inhiben o suprimen. Todo ello se debe a la organización a la que el cerebro humano ha llegado en el mecanismo evolutivo, el llamado cerebro triuno, en el que sus tres componentes actúan como un todo, el reptiliano, el límbico (paleomammalian) y el neocortical neomammalian). Este último con programación y conectividad apropiada puede propiciar una convivencia social en paz, y todos los afectos agradables, que hacen al hombre un ser civilizado.

 

Por consiguiente, la conducta violenta constituye una función normal del encéfalo del hombre y de otros animales en la filogenia, asociado al reflejo del estrés cuya manifestación puede ser regulada e inhibida por la neocorteza.

 

Por lo tanto, de estar en lo cierto, la violencia se relacionaría esencialmente con un modo irreflexivo y poco atento de actuar por nuestra parte en circunstancias que recomendarían otro tipo de emplazamiento más consciente y ello explicaría el estrecho vínculo existente entre alcohol, drogas y violencia, al propiciar esa pérdida de reversibilidad por desinhibición tan característica del acto violento según estamos advirtiendo.

 

Es por ello que el modelo de sociedad, sin llegar a condicionar del todo, influye, no obstante, decisivamente a la hora de mantener esta situación. La jerarquización de toda orgánica colectiva, nos ha acostumbrado a la dinámica de obedecer sin reflexionar acerca de las consecuencias que se derivan de nuestras acciones, perpetuando así mecánicamente cualquier forma de violencia instalada previamente en ese entramado común en el que nos insertan, antes siquiera de preguntarnos qué es lo que deseamos hacer con nuestra propia vida. Se trata de una red, más o menos explícita, que nos conecta a todos, desarrollando un proyecto ajeno, como si fuera una gran cadena de montaje absurda, monótona y carente de sentido, al menos para nosotros. 

 

Por consiguiente, quebrar la inercia social reinante, que nos impele a sostener la violencia ya presente en el medio, mediante comportamientos intencionalmente más atentos y considerados, por nuestra parte, hacia los demás no será suficiente. Por otro lado, modificar las estructuras autoritarias, tornándolas más horizontales y participativas tampoco, por si solo, bastará. Solamente impulsando simultáneamente ambos frentes será posible ir cosechando éxitos. En definitiva, patologías y desbordes aparte, nada que no pueda irse resolviendo si en verdad se desea y adquiere, para nosotros, la importancia necesaria.

 

En ese sentido, recientes investigaciones concluyen que existen formas de violencia que tienen claras relaciones con la anatomía y la química del cerebro y que se refuerzan o disminuyen según las características y los procesos del ambiente en que se desarrollan. Desde hace varios años se había identificado que la dopamina, la norepinefrina y la serotonina, influían en las reacciones y las reflexiones de los seres humanos, pero los mecanismos que generan violencia, según estas nuevas investigaciones, son de mayor complejidad; incluyen modificaciones de sistemas enteros, como el que transmite las monoaminas, modificaciones que, según los mismos biólogos investigadores, solo pueden comprenderse teniendo en cuenta el efecto acumulativo adicional de meses o años de conflictos sociales El psicobiólogo Robert Cairns, de la Universidad de North Carolina llevo a cabo experiencias rigurosas con grupos de los ratones albinos, agrupados por sus características genéticas como violentos y no violentos, sometiéndolos a enfrentamientos sistemáticos y concluyó que estas experiencias modificaban sus actitudes, disminuyendo o aumentando la agresividad. Un simple cambio en las condiciones de vida de cada animal, aislarlo o no, puede también modificar la actitud predicha por sus características genéticas. “Es una ilusión -dice Cairns- ver el comportamiento agresivo como un fenotipo estático”.

 

Si un individuo quiere dejar de ser violento, dice Niehoff, no solo es necesario que se modifique el funcionamiento interno de su cerebro sino que cambie el mundo que lo rodea. Lo primero puede hacerse por medio de drogas, lo segundo tiene que hacerse social y culturalmente. Una de estas posibilidades de rehabilitación ha sido ya identificada; Emil Coccaro, quien dirige en la Universidad de Pensylvania una unidad dedicada a la investigación neurológica ha identificado posibilidades de tratamiento de lo que el llama agresión impulsiva, la que se produce en caliente y sin límites en algunas personas indignadas. Coccaro ha encontrado relaciones entre estos casos y bajos niveles de serotonina y cree que es posible inducir previamente en las personas aquejadas de esta disfuncionalidad, lo que el llama un “reflective delay”, una pausa reflexiva, que sugiera al individuo “detenerse, mirar y escuchar”.

 

En definitiva, actuar “en caliente” en una coyuntura conflictiva constituye un grave error, pero aguardar a que la situación general se “enfríe” y no hacer nada al respecto después, también lo es. Es claro que, a tenor de la inherente dimensión social que posee el ser humano, resulta inevitable que se produzcan roces cotidianos en nuestras relaciones interpersonales. Lo que no debiera, sin embargo, constituir una práctica tan habitual es esa nefasta costumbre, tan arraigada en nosotros, de soslayar tales tiranteces, eludiendo así zanjarlas definitivamente en algún momento posterior. Tal vez confundamos el hecho de que los conflictos necesariamente se enfrían con que se hayan superado. Es posible que, por mera comodidad, creamos que esas tensiones se resuelven por sí solas o que, en un alarde de ingenuidad, supongamos que prescriben o caducan al cabo de un tiempo. En realidad lo que sucede es que esos nudos conversacionales abiertos se enquistan y se acumulan, generando espacios progresivos de incomunicación creciente que van enrareciendo paulatinamente cualquier ámbito de relación.

 

 

ESTIGMATIZACIÓN DEL CONFLCITO

 

Considerando la característica torpeza con que solemos manejarnos en nuestras confrontaciones con los demás, no nos ha de sorprender, en absoluto, que el bagaje experimental acumulado en relación al conflicto nos resulte tan desagradable. Con el tiempo, esa irracional, pueril y arbitraria gestión que realizamos frente a este tipo de situaciones va fijando en nuestra conciencia la idea estigmatizada de que el conflicto es un elemento muy negativo que conviene eludir. Así nadie hace nada al respecto salvo intentar, sin éxito, mantenerse a distancia y alejarse hasta de su simple sombra. La existencia de conflictos en nuestras vidas no debería inquietarnos, en modo alguno, y cabría, por el contrario, asumirlos como algo en principio habitual en cualquier contexto de convivencia entre personas, constituyendo así auténticas oportunidades de aprendizaje y de desarrollo personal para todos. Los conflictos forman parte de las relaciones humanas y nuestra existencia se encuentra atravesada por los mismos. Hemos de integrar los conflictos como parte de la vida cotidiana como un elemento más y no como un impedimento en toda dinámica colectiva. La mirada alternativa que proponemos es absolutamente diferente a la que habitualmente mantenemos, Consiste simplemente en atender al conflicto en su aspecto más positivo, planteando así una posición activa que abre la posibilidad de emplazarse como parte de la resolución del mismo y no sentirse arrastrado por la situación sin poder hacer nada al respecto. Esto lleva implícito la posible existencia de cierta habilidad o destreza que puede adquirirse y entrenarse. Se trataría entonces de establecer esa capacidad para la resolución de conflictos que, naturalmente, puede aprehenderse e internalizarse en la persona, transformándose en un, más que interesante, recurso propio. Por consiguiente, un conflicto no ha de ser necesariamente algo perjudicial para nosotros y puede, perfectamente, convertirse en una oportunidad espléndida para superarnos y aprender. Al igual que el dolor como registro es útil para advertir que nos estamos haciendo daño, la existencia de un conflicto nos señala la posibilidad de crecimiento personal en el sentido de mejoramos como seres humanos en desarrollo que somos o, cuanto menos, aspiramos a ser. De hecho, es una experiencia muy habitual constatar que, cuando se trasciende una situación conflictiva, la relación entre ambos “contendientes” se fortalece.  

 

 

 

ESTRUCTURALIDAD DE LOS COMPORTAMIENTOS

 

Existe una idea preconcebida ampliamente extendida mediante la cual tendemos a situarnos más como sujetos pasivos que como agentes activos respecto al origen de los conflictos. Actuamos bajo la torticera impresión de que uno es una persona tranquila que “no se mete con nadie” y que son los demás, con su “desconsiderada” actitud, los que nos incordian generando este tipo de contingencias.

 

Este planteamiento tan chauvinista suele manifestarse, a su vez, íntimamente ligado a la enorme influencia que ejerce en nuestras sociedades la moral judeocristiana basada en el perdón. Tal paradigma ético, añade enormes dificultades a la hora de afrontar la resolución de un conflicto al considerar de manera sesgada que la “culpa” de no actuar correctamente es una especie de monopolio exclusivo de alguien en concreto, donde el resto aparecen como víctimas consecuentes del mismo. En realidad, cuando son varios los afectados por una determinada situación conflictiva, todos los involucrados en ella ostentarán una parte de la responsabilidad total en la génesis y estabilidad de dicha disputa. El protocolo culpa, arrepentimiento y redención, aparte de propiciar tendencias revanchistas, jerarquiza las categorías éticas de los que intervienen en una determinada polémica, dando a entender que alguien (culpable máximo de todo) debe implorar el perdón del resto al hallarse éstos en una supuesta atalaya moral superior. Ya de por sí la resolución de conflictos posee bastantes complicaciones intrínsecas como para encima añadirle la dificultad de que alguien se tenga que humillar suplicando que le disculpen para terminar de zanjar así una determinada disputa. Respetando las creencias de cada cual, no parece muy interesante esa fórmula si aspiramos a zanjar conflictos y a disolver tensiones de un modo satisfactorio. Deberíamos desterrar ese sentimiento de culpa tan característico de la cristiandad y comenzar a tratarnos con una pizca más de humanidad, admitiendo nuestras imperfecciones y limitaciones a la par que nos reconocemos como sujetos en desarrollo que estamos aprendiendo a mejorar.. ¿Quién es el culpable de eso?...

 

En lugar de exigir una disculpa o de rogar un perdón, resulta mucho más oportuno, quizás, propiciar una reconciliación conjunta, sin necesidad alguna de que alguien se tenga que humillar ante nadie.

 

Si en una reunión alguien increpa a otro por interrumpir un discurso que ya duraba demasiado y éste, a su vez, se siente molesto por acaparar el otro el debate: ¿Quién ha de pedir perdón? ¿El que reprochó la intervención a destiempo del otro o el que, harto de esperar, interpeló sin aguardar a que le tocase hablar, molestando así al ponente que, a su vez, estaba abusando del turno de palabra?

 

Si me reprochan mi falta de colaboración debida a que me estoy sintiendo forzado a actuar: ¿Quién debe disculparse? ¿Yo por no prestar la suficiente ayuda o el otro por echarme en cara tal comportamiento tratando de obligarme? Nuestra forma mental nos condiciona a pensar de manera lineal o secuencial, siguiendo el tradicional patrón causa-efecto. Sin embargo, tal esquema constituye una manera excesivamente simple de analizar la realidad de un suceso particular. Lo que habitualmente ocurre es que los detonantes suelen ser múltiples y concomitan entre sí de manera simultánea. No obstante, sometidos a la tiránica subjetividad de nuestras conciencias existirá únicamente una línea temporal que ordene los hechos cinematográficamente. Por supuesto, desde un emplazamiento alternativo, la sucesión de acontecimientos será distinta. Para aquel que le llamó la atención al otro, el conflicto comenzó cuando le interrumpió. Sin embargo, para el otro, el que aquel se extendiese en exceso fue lo que generó, en realidad, la polémica.

 

Los comportamientos no se expresan aisladamente o en abstracto sino siempre en relación a los de otras personas que, a su vez, despliegan sus propias pautas en función de nuestros particulares emplazamientos y viceversa. Es decir, en la práctica, las conductas de los diferentes individuos se organizan a modo de piezas que se acoplan morfológicamente entre sí, formando una especie de puzzle dinámico. Desde este enfoque estructuralista, los conflictos estarían asociados a la formación de determinados binomios conductuales en los que dos o más comportamientos se asocian retroalimentándose entre sí.

 

Sería muy normal, por ejemplo, que un profesor adoptase posturas severas y autoritarias frente a una clase en la que detectase ciertas actitudes rebeldes, contestatarias o desafiantes y, paradójicamente, sería esa misma posición concreta, por parte del docente, la que, a su vez inconscientemente, las estaría fomentando entre su alumnado.

 

En la práctica ese tándem “autoritarismo/rebeldía” opera en el tiempo como un condensador acumulando carga hasta que en determinados momentos se libera bruscamente en forma de conflictos puntuales o coyunturales. Nos hallamos pues ante una “bomba de relojería” donde, tarde o temprano, un alumno, por simple despiste, hablará con otro mientras el profesor explica algún concepto y éste lo percibirá como una falta de respeto hacia su persona, por lo que, sin ánimo alguno de herir sus sentimientos le mandará callar, no obstante, de una forma un tanto expeditiva. El estudiante, por su parte, reaccionará seguramente reprochando lo que él considera una manera excesivamente agresiva de dirigirse hacia él, lo que el profesor interpretará, a su vez, como un desafío hacia su autoridad y optará por expulsarlo de la clase. 

 

Observando los conflictos a la luz de este nuevo prisma más amplio constataremos siempre que en el seno de un determinado ámbito formado por un conjunto de individuos los diferentes comportamientos encajan todos entre sí. Es por ello que, a la hora de afrontar y gestionar conflictos, la mayor parte de las veces ni siquiera será necesario conversar con otros sobre ello, ya que simplemente impulsando precisos cambios en la propia actitud bastará para permitir una más que favorable resolución del mismo,

 

Los comportamientos interpersonales se complementan entre sí formando una estructura sólida, de tal manera que modificando uno de ellos generamos la necesidad de que los otros también cambien los suyos y se ensamblen otra vez de una forma diferente. Si, por ejemplo, nos sentimos avasallados por alguien que habitualmente se dirige a nosotros de una manera excesivamente exigente, observaremos que frente a esa conducta solemos adoptar defensivamente una actitud justificativa que no hace sino retroalimentar tan molesto emplazamiento. Si en presencia de esa persona comenzamos a dejar de quejarnos y protestar, adoptando una actitud más activa, probablemente deje de presionarnos al carecer ya de sentido sus sucesivos reproches.

 

-        ¿Está por fin listo ese informe que te encargué ayer?

-        No he podido aún redactarlo porque he tenido otros asuntos que atender…

-        Lo necesitaba ya porque andamos atrasados con ese tema…

-        ¿Qué quiere que haga?... No tengo cuatro manos…

-        Así no podemos seguir…

-        Me dejó tirado el coche y tuve que llamar a una grúa… ¿Tengo yo la culpa de eso?...

 

En vez de eso; modificamos nuestro comportamiento protestón y justificativo, dado que dicha conducta le lleva al otro a estados crecientes de nerviosismo, ansiedad y preocupación, considerando que, con eso, no le solucionamos, en modo alguno, su problema y lo único que conseguimos así es acrecentar esa tendencia, por su parte, a presionarnos.

 

-        ¿Está por fin listo ese informe que te encargué ayer?

-        No he podido aún redactarlo porque me ha surgido un imprevisto… Pero no se preocupe porque ya me pongo con ello y en cuanto esté, que será lo antes posible, yo mismo se lo acerco a su mesa…

 

De ese modo queda desarmada esa actitud de reproche continuado que tanta tensión nos estaba produciendo…

 

Si ante una mirada ajena permanentemente suspicaz intentamos aclarar todo lo que hacemos:

 

¿Cómo crees que reaccionará el otro frente a tantas explicaciones?

 

 

ASERTIVIDAD Y EMPATÍA

 

Aunque, como ya hemos mencionado, no es estrictamente necesario interpelar al otro para resolver un conflicto ya que, para permitir una sutil y más que favorable resolución del mismo, bastará simplemente con modificar nuestro comportamiento habitual, cabe, sin embargo, la posibilidad de conversar, con los demás protagonistas involucrados, en esa situación que tanto nos incomoda, No obstante, es del todo crucial, en tal caso, que sepamos elegir adecuadamente el cómo y el cuándo. Ya hemos advertido que reaccionar “en caliente” no suele ser lo más oportuno y práctico. No obstante, suele suceder también, como ya hemos comentado también anteriormente, que cuando la situación se ha calmado, a veces nos decantamos por no actuar al respecto, al considerar erróneamente que el problema se ha diluido por sí solo. Un principio muy útil en el que nos podemos apoyar es aquel que afirma: "No te opongas a una gran fuerza, espera que se debilite y luego avanza con resolución" (Mario Luis Rodríguez Cobos, Silo).

 

Pese a que lo más adecuado sea, tal vez, abordar los conflictos de manera específica, es posible esbozar una especie de receta o protocolo general de actuación frente a este tipo de situaciones, en lo que al “cómo” se refiere.

 

Antes que nada, hemos de admitir una enorme torpeza por nuestra parte cuando se trata de expresar nuestras íntimas emociones. Tal hecho suele convertirse, en la práctica diaria, en un exabrupto descontrolado en el que, en vez de manifestar nuestros sentimientos al otro, se los arrojamos a la cara con una buena carga de agresividad entre abierta y soterrada.

 

“Nuestro amigo llega nuevamente tarde y le recibimos de la siguiente manera:

 

-        ¡Otra vez llegando tarde!… ¡Qué cara más dura te gastas!... ¡Ya estoy harto de andar siempre esperándote como un bobo cada vez que quedamos!... ¡Crees acaso que no tengo cosas mejor que hacer que estar perdiendo el tiempo plantado como una maceta en plena calle, aguardando a ver si te dignas en aparecer!”.

 

En este caso, hemos expresado con meridiana claridad nuestras emociones al respecto. Sin embargo, no parece ser esa la mejor manera de manifestarlas si lo que pretendemos, en realidad, es resolver un conflicto  en vez de avivarlo.

 

En ese sentido, en lo que respecta, no al momento, sino a la manera, cabe destacar que Marshal Rosenberg es considerado, en ese sentido, el padre de la comunicación no violenta o de lo que luego se ha dado en llamar "asertividad".

 

A tal efecto ha desarrollado una especie de técnica sencilla en la que se establecen cuatro pasos básicos que, a modo de esquema, nos permiten, en principio, responder de un modo distinto al habitual frente a situaciones que nos generan tensión. (Descripción u Observación, Registro o Sensación, Necesidad y Petición).

 

Respecto de la primera fase es importante destacar que quizás alcanzar un nivel óptimo de objetividad a partir de percepciones estrictamente personales podría constituir un reto demasiado complicado. No obstante, lo esencial aquí es al menos diferenciar, en la medida de lo posible, hechos de valoraciones, a la par que caemos en cuenta (y esto es lo verdaderamente significativo) de que es precisamente esa interpretación que realizamos de la intención ajena, y no el comportamiento en sí del otro, lo que nos origina en verdad esa sensación negativa que intentamos precisar luego en el segundo paso. Antes de seguir con el proceso, convendría entonces confirmar si la voluntad del otro realmente va o no en esa dirección. Es de esperar que la lectura del pensamiento no forme parte de nuestras habilidades más destacadas y, por consiguiente no constituya una manera muy adecuada de manejar la información el considerar que la intención de otra persona está relacionada con nosotros cuando puede que no lo esté o, en caso de estarlo, no posea el matiz negativo que nosotros le otorgamos.

 

Aunque en ese preciso momento nos de la impresión de algo parecido, nuestro amigo no llega habitualmente tarde porque disfrute de vernos al borde de un ataque de nervios en una esquina mirando el reloj.

 

Por ese y por otros motivos, introducir el elemento empático en las pautas enunciadas por Rosenberg mejora indudablemente el resultado final. En estos casos, un sencillo ejercicio de empatía bastará para profundizar en dicha cuestión. El problema subyace en como se interpreta generalmente el concepto mismo de empatía. Desde un punto de vista semántico, empatía significa la capacidad propia de ponerse en el lugar del otro, por lo que habitualmente ejercitamos tal cualidad representándonos a nosotros mismos vestidos como el otro y colocados en su mismo lugar pero sin saber en profundidad qué es lo que está él sintiendo y pensando en ese momento concreto. Por el contrario, resultará mucho más útil hurgar un poco en el cajón de nuestra memoria y rememorar una situación personal en la que manifestamos un comportamiento similar. Al considerar además las circunstancias que rodearon ese hecho, surgen un montón de atenuantes que, si me sirven a mi, bien pudieran servir también al otro, logrando así, cuanto menos, modular ese registro inicial tan desagradable, aliviando en parte la tensión. Por otro lado, cabe también la posibilidad de que mi intención de entonces no correspondiera con la que creo que mantiene el otro ahora hacia mí, lo que disiparía prácticamente la sensación original ya que, como señalábamos anteriormente, ése y no otro es el auténtico detonante de la polémica. En el caso de un conflicto la labor de manifestar empatía se torna aún más complicada porque debemos recordarnos comportándonos de un modo que en el fondo detestamos. Al tratar de empatizar con él siguiendo el protocolo simple y superficial de imaginarnos que somos el otro, seguramente concluiremos prematuramente que uno, pese a hallarse en tal coyuntura, jamás obraría de ese modo. Si en lugar de operar así, insistimos, por el contrario, en evocar alguna situación pasada concreta en la que actuamos de esa manera, tal y como estamos recomendando, y analizamos qué nos estaba sucediendo en aquel preciso instante que nos condujo, de alguna manera, a cometer el error de comportarnos de una forma tan inadecuada, comenzaremos de inmediato a contemplar al otro de un modo diferente, más comprensivo y humano. Así y no de otro modo lograremos desarrollar la empatía lo suficiente como para conectar con el otro no solamente de una manera lógica o racional, sino también emocional y profunda.

 

En el caso de nuestro amigo el “tardón”, si hacemos memoria, es posible que recordemos alguna ocasión en la que nosotros mismos llegamos tarde a una cita. Si tomamos por referencia una situación concreta en la que tal circunstancia se dio, nos daremos cuenta que aquel día posiblemente teníamos una agenda de lo más “apretada” por querer asumir todos los compromisos, sin decepcionar a nadie, y organizamos las diferentes actividades del día sin contemplar márgenes de ajuste ante posibles accidentes. En tal situación, cualquier imprevisto acaecido supuso una inevitable demora por nuestra parte. En general, nadie llega tarde a propósito y mucho menos con el propósito de fastidiarnos.

 

Quién, por ejemplo, no se ha topado alguna vez con algún padre, tutor o profesor excesivamente exigente, albergando cierto rencor en nuestro interior respecto de tal experiencia. Daba igual lo que uno se esforzase... Nunca era suficiente para él... Siempre hallaba algún aspecto personal a corregir... Jamás consiguió uno agradarle en lo más mínimo... Que falta de tacto y consideración por su parte... Nunca una voz de aliento ni de animo... Uno no importaba lo más mínimo... Solo el resultado, siempre imperfecto, merecía su atención.

 

Si ahora, tal y como venimos recomendando, nos centramos en rememorar aquella vez en la que uno esbozó un comportamiento similar y nos preguntamos por qué razón actuamos de ese modo, seguramente nos daremos cuenta de que el sentido de obrar así era instar al otro a esforzarse a fin de sacar de él lo mejor. Ahí recién comprenderemos que aquel ser tan impertérrito e indolente nos tenía en muy buena consideración y que verdaderamente le importábamos más de lo que suponíamos en un principio. En el fondo y a su manera nos quería aunque no supiese manifestarlo del modo más adecuado. Si no le hubiésemos importado en absoluto, simplemente no nos habría dedicado ningún tiempo ni atención.

 

Veámoslo de un modo más concreto, reflexionando acerca de ese tipo de personas que generalmente nos “saca de quicio”. Si se trata de un “desconsiderado”, por ejemplo, probablemente aflorarán en nosotros sentimientos muy negativos hacia ese ser tan despreciable. El “desconsiderado” es alguien egoísta que se cree el “ombligo” del mundo y que sólo piensa en él. Los demás somos como invisibles o a veces, cuando constituimos un obstáculo a sus pretensiones, simplemente estorbamos. ¡Menuda pieza el “desconsiderado”!... ¡Es de lo último!

 

Ahora, del modo en que estamos aconsejando, tratamos de recordar alguna situación de nuestro pasado en la que nosotros mismos nos hemos comportado así. Al ubicar ese momento con precisión, nos percatamos de que en aquel entonces uno se sentía muy apurado, abrumado por la cantidad de problemas a resolver. La falta de tiempo o la excesiva preocupación provocó, finalmente, ese lamentable comportamiento por nuestra parte. Justo ahí, es muy posible que cambie nuestra mirada y comencemos a enjuiciar al “desconsiderado” de una manera algo más benevolente y cercana. Sentiremos seguramente que pasa de ser un simple personaje estereotipado (el “desconsiderado”) a convertirse en un ser humano con sus debilidades, “defectos” e imperfecciones. Alguien que, como yo, intenta aprender a mejorar. En definitiva, le habremos humanizado al empatizar con él de manera sincera y profunda.

 

A veces sucede que, de entrada, la postura que asume alguien nos resulta una completa insensatez. Volviendo a nuestra recomendación, si nos esforzamos por revivir alguna situación propia similar, lograremos comprender posiblemente las reticencias, temores o preocupaciones que, de alguna manera, le conducen al otro a posicionarse de ese modo que, a partir de ese momento, dejan de parecernos tan irracionales.

 

Cabe por último mencionar al respecto que la incapacidad, en ocasiones, de recordar una situación semejante no denota otra cosa que cierto resentimiento personal en relación a tal cuestión y que convendrá trabajar seriamente sobre ello para irlo superarlo lo antes posible, insistiendo en la propuesta planteada, ya que no es posible reconocer un comportamiento ajeno careciendo completamente de experiencia personal al respecto.

 

El segundo paso (el de la Sensación) merece también cierta reflexión por nuestra parte. Ese registro negativo que genera en mi tensión parte lógicamente de un impulso interno orientado hacia el mundo que resulta frustrado en sus expectativas. Es común establecer en este asunto una única categoría para tal acto y, sin embargo, no todas las búsquedas vitales son iguales. No es lo mismo desear algo que necesitarlo. La necesidad cesa inmediatamente cuando es saciada mientras que el deseo no se colma jamás. Es precisamente en ese "ir más allá" donde me violento yo y violento al otro. Tengo sed, bebo agua y listo. Pero si lo que quiero es que, a toda costa, aquel me preste su atención, la situación pudiera ser muy diferente.

 

Recapitulando, aún cuando quede comprobado que la intención del otro apunta en la dirección de bloquear algo que busco, habría que determinar si esa aspiración personal es verdaderamente tan relevante o necesaria.

 

Finalmente está la cuestión de la Petición. Si ésta se efectúa desde un emplazamiento correcto, es decir, sin exigencia alguna, la naturaleza del impulso que la motiva dará ya un poco lo mismo dado que el receptor queda en completa libertad de aceptarla o no, al presentarse libre de represalias por parte del demandante.

 

En definitiva, la herramienta propiciada por Rosenberg es esencialmente válida con los matices expuestos y quedaría más o menos expresada así: "Cuando actúas... Tengo la impresión de que... Y eso hace que me sienta... Entiendo que te hayas comportado así porque… Lejos de querer comprometerte en modo alguno, tal vez me sentiría mejor si actuases..."

 

Repasemos lo explicado a través del ejemplo concreto con el que venimos trabajando: Habíamos quedado con amigo para ir al cine y, como suele ser muy habitual, llega tarde.

 

Al terminar la película (nunca debemos actuar en caliente) le proponemos ir juntos a tomar un café y ahí le digo lo siguiente:

 

Quería aprovechar esta ocasión para comentarte lo siguiente:

 

Cuando quedamos y llegas tarde (DESCRIPCIÓN), siento como si no me tuvieras en cuenta o, en realidad, no me apreciases (SENSACIÓN). Yo entiendo que andas muy liado últimamente y no das abasto con todo (EMPATÍA) Si ves que quedar conmigo te complica mucho tu agenda, siempre podemos dejarlo para otra ocasión más propicia y, por ello, no debes sentirte obligado siempre a quedar conmigo cuando te lo propongo. Yo valoro mucho nuestra amistad y necesito sentir que me consideras y que te importo de igual manera que tú me importas a mí (NECESIDAD) por lo que te pido que reflexiones sobre lo que te he comentado respecto a no comprometerte más allá de tus posibilidades e intentando en lo sucesivo ser más puntual o, al menos, avisarme cuando veas que te vas a demorar (PETICIÓN)… ¿Te parece bien?